Page 259 - Libro Orgullo y Prejuicio
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bastante razonable para reconocer la verdad que encerraban.
—Crea usted que yo estaba lejos de suponer que pudieran causarle tan mala
impresión. No tenía la menor idea de que le afligirían de ese modo.
—No lo dudo. Entonces me suponía usted desprovisto de todo sentimiento
elevado, estoy seguro. Nunca olvidaré tampoco su expresión al decirme que de
cualquier modo que me hubiese dirigido a usted, no me habría aceptado.
—No repita todas mis palabras de aquel día. Hemos de borrar ese recuerdo.
Le juro que hace tiempo que estoy sinceramente avergonzada de aquello.
Darcy le habló de su carta:
—¿Le hizo a usted rectificar su opinión sobre mí? ¿Dio crédito a su contenido?
Ella le explicó el efecto que le había producido y cómo habían ido
desapareciendo sus anteriores prejuicios.
—Ya sabía —prosiguió Darcy— que lo que le escribí tenía que apenarla, pero
era necesario. Supongo que habrá destruido la carta. Había una parte,
especialmente al empezar, que no querría que volviese usted a leer. Me acuerdo
de ciertas expresiones que podrían hacer que me odiase.
—Quemaremos la carta si cree que es preciso para preservar mi afecto, pero
aunque los dos tenemos razones para pensar que mis opiniones no son
enteramente inalterables, no cambian tan fácilmente como usted supone.
—Cuando redacté aquella carta —replicó Darcy me creía perfectamente
frío y tranquilo; pero después me convencí de que la había escrito en un estado
de tremenda amargura.
—Puede que empezase con amargura, pero no terminaba de igual modo. La
despedida era muy cariñosa. Pero no piense más en la carta. Los sentimientos de
la persona que la escribió y los de la persona que la recibió son ahora tan
diferentes, que todas las circunstancias desagradables que a ella se refieran
deben ser olvidadas. Ha de aprender mi filosofía. Del pasado no tiene usted que
recordar más que lo placentero.
—No puedo creer en esa filosofia suya. Sus recuerdos deben de estar tan
limpios de todo reproche que la satisfacción que le producen no proviene de la
filosofía, sino de algo mejor: de la tranquilidad de conciencia. Pero conmigo es
distinto: me salen al paso recuerdos penosos que no pueden ni deben ser
ahuyentados. He sido toda mi vida un egoísta en la práctica, aunque no en los
principios. De niño me enseñaron a pensar bien, pero no a corregir mi
temperamento. Me inculcaron buenas normas, pero dejaron que las siguiese
cargado de orgullo y de presunción. Por desgracia fui hijo único durante varios
años, y mis padres, que eran buenos en sí, particularmente mi padre, que era la
bondad y el amor personificados, me permitieron, me consintieron y casi me
encaminaron hacia el egoísmo y el autoritarismo, hacia la despreocupación por
todo lo que no fuese mi propia familia, hacia el desprecio del resto del mundo o,
por lo menos, a creer que la inteligencia y los méritos de los demás eran muy