Page 255 - Libro Orgullo y Prejuicio
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natural, se inclinarán ustedes considerar como ventajosas.
        —¿No tienes idea de quién es el caballero, Elizabeth? Ahora viene.
          Los  motivos  que  tengo  para  avisarle  son  los  siguientes:  su  tía,  lady
        Catherine de Bourgh, no mira ese matrimonio con buenos ojos.
        —Como ves, el caballero en cuestión es el señor Darcy. Creo, Elizabeth, que
      te habrás quedado de una pieza. Ni Collins ni los Lucas podían haber escogido
      entre el círculo de nuestras amistades un nombre que descubriese mejor que lo
      que propagan es un infundio. ¡El señor Darcy, que no mira a una mujer más que
      para  criticarla,  y  que  probablemente  no  te  ha  mirado  a  ti  en  su  vida!  ¡Es
      fenomenal!
        Elizabeth trató de bromear con su padre, pero su esfuerzo no llegó más que a
      una  sonrisa  muy  tímida.  El  humor  de  su  padre  no  había  tomado  nunca  un
      derrotero más desagradable para ella.
        —¿No te ha divertido?
        —¡Claro! Sigue leyendo.
          Cuando  anoche  mencioné  a  Su  Señoría  la  posibilidad  de  ese
        casamiento, con su habitual condescendencia expresó su parecer sobre el
        asunto. Si fuera cierto, lady Catherine no daría jamás su consentimiento a
        lo que considera desatinadísima unión por ciertas objeciones a la familia de
        mi prima. Yo creí mi deber comunicar esto cuanto antes a mi prima, para
        que ella y su noble admirador sepan lo que ocurre y no se apresuren a
        efectuar un matrimonio que no ha sido debidamente autorizado.
        Y el señor Collins, además, añadía:
          Me  alegro  sinceramente  de  que  el  asunto  de  su  hija  Lydia  se  haya
        solucionado tan bien, y sólo lamento que se extendiese la noticia de que
        vivían juntos antes de que el casamiento se hubiera celebrado. No puedo
        olvidar lo que debo a mi situación absteniéndome de declarar mi asombro
        al saber que recibió usted a la joven pareja cuando estuvieron casados.
        Eso fue alentar el vicio; y si yo hubiese sido el rector de Longbourn, me
        habría opuesto resueltamente. Verdad es que debe usted perdonarlos como
        cristiano, pero no admitirlos en su presencia ni permitir que sus nombres
        sean pronunciados delante de usted.
        —¡Éste es su concepto del perdón cristiano! El resto de la carta se refiere
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