Page 258 - Libro Orgullo y Prejuicio
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deseos no han cambiado, pero con una sola palabra suya no volveré a insistir
más.
Elizabeth, sintiéndose más torpe y más angustiada que nunca ante la situación
de Darcy, hizo un esfuerzo para hablar en seguida, aunque no rápidamente, le dio
a entender que sus sentimientos habían experimentado un cambio tan absoluto
desde la época a la que él se refería, que ahora recibía con placer y gratitud sus
proposiciones. La dicha que esta contestación proporcionó a Darcy fue la mayor
de su existencia, y se expresó con todo el calor y la ternura que pueden
suponerse en un hombre locamente enamorado. Si Elizabeth hubiese sido capaz
de mirarle a los ojos, habría visto cuán bien se reflejaba en ellos la delicia que
inundaba su corazón; pero podía escucharle, y los sentimientos que Darcy le
confesaba y que le demostraban la importancia que ella tenía para él, hacían su
cariño cada vez más valioso.
Siguieron paseando sin preocuparse de la dirección que llevaban. Tenían
demasiado que pensar, que sentir y que decir para fijarse en nada más. Elizabeth
supo en seguida que debían su acercamiento a los afanes de la tía de Darcy, que
le visitó en Londres a su regreso y le contó su viaje a Longbourn, los móviles del
mismo y la sustancia de su conversación con la joven, recalcando enfáticamente
las expresiones que denotaban, a juicio de Su Señoría, la perversidad y descaro
de Elizabeth, segura de que este relato le ayudaría en su empresa de arrancar al
sobrino la promesa que ella se había negado a darle. Pero por desgracia para Su
Señoría, el efecto fue contraproducente.
—Gracias a eso concebí esperanzas que antes apenas me habría atrevido a
formular. Conocía de sobra el carácter de usted para saber que si hubiese estado
absoluta e irrevocablemente decidida contra mí, se lo habría dicho a lady
Catherine con toda claridad y franqueza.
Elizabeth se ruborizó y se rió, contestando:
—Sí, conocía usted de sobra mi franqueza para creerme capaz de eso.
Después de haberle rechazado tan odiosamente cara a cara, no podía tener
reparos en decirle lo mismo a todos sus parientes.
—No me dijo nada que no me mereciese. Sus acusaciones estaban mal
fundadas, pero mi proceder con usted era acreedor del más severo reproche.
Aquello fue imperdonable; me horroriza pensarlo.
—No vamos a discutir quién estuvo peor aquella tarde —dijo Elizabeth—.
Bien mirado, los dos tuvimos nuestras culpas. Pero me parece que los dos hemos
ganado en cortesía desde entonces.
—Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta facilidad. El
recuerdo de lo que dije e hice en aquella ocasión es y será por mucho tiempo
muy doloroso para mí. No puedo olvidar su frase tan acertada: « Si se hubiese
portado usted más caballerosamente.» Éstas fueron sus palabras. No sabe, no
puede imaginarse cuánto me han torturado, aunque confieso que tardé en ser lo