Page 42 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XI
      Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de cenar, Elizabeth subió a
      visitar  a  su  hermana  y  al  ver  que  estaba  bien  abrigada  la  acompañó  al  salón,
      donde  sus  amigas  le  dieron  la  bienvenida  con  grandes  demostraciones  de
      contento.  Elizabeth  nunca  las  había  visto  tan  amables  como  en  la  hora  que
      transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de todo. Describieron la
      fiesta con todo detalle, contaron anécdotas con mucha gracia y se burlaron de sus
      conocidos con humor.
        Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el primer objeto de
      atención.  Los  ojos  de  la  señorita  Bingley  se  volvieron  instantáneamente  hacia
      Darcy  y  no  había  dado  cuatro  pasos  cuando  ya  tenía  algo  que  decirle.  Él  se
      dirigió directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente. También el
      señor Hurst le hizo una ligera inclinación de cabeza, diciéndole que se alegraba
      mucho; pero la efusión y el calor quedaron reservados para el saludo de Bingley,
      que estaba muy contento y lleno de atenciones para con ella. La primera media
      hora  se  la  pasó  avivando  el  fuego  para  que  Jane  no  notase  el  cambio  de  un
      habitación a la otra, y le rogó que se pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos
      posible de la puerta. Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie
      más. Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena con satisfacción.
        Cuando  terminaron  de  tomar  el  té,  el  señor  Hurst  recordó  a  su  cuñada  la
      mesa de juego, pero fue en vano; ella intuía que a Darcy no le apetecía jugar, y
      el señor Hurst vio su petición rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie
      tenía ganas de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció corroborarla.
      Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra cosa que hacer que tumbarse en un
      sofá y dormir. Darcy cogió un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señora
      Hurst, ocupada principalmente en jugar con sus pulseras y sortijas, se unía, de
      vez en cuando, a la conversación de su hermano con la señorita Bennet.
        La  señorita  Bingley  prestaba  más  atención  a  la  lectura  de  Darcy  que  a  la
      suya  propia.  No  paraba  de  hacerle  preguntas  o  mirar  la  página  que  él  tenía
      delante. Sin embargo, no consiguió sacarle ninguna conversación; se limitaba a
      contestar  y  seguía  leyendo.  Finalmente,  angustiada  con  la  idea  de  tener  que
      entretenerse  con  su  libro  que  había  elegido  solamente  porque  era  el  segundo
      tomo del que leía Darcy, bostezó largamente y exclamó:
        —¡Qué  agradable  es  pasar  una  velada  así!  Bien  mirado,  creo  que  no  hay
      nada tan divertido como leer. Cualquier otra cosa en seguida te cansa, pero un
      libro, nunca. Cuando tenga una casa propia seré desgraciadísima si no tengo una
      gran biblioteca.
        Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y paseó la vista
      alrededor de la habitación buscando en qué ocupar el tiempo; cuando al oír a su
      hermano mencionarle un baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia él
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