Page 44 - Libro Orgullo y Prejuicio
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—Nada tan fácil, si está dispuesta a ello —dijo Elizabeth—. Todos sabemos
      fastidiar  y  mortificarnos  unos  a  otros.  Búrlese,  ríase  de  él.  Siendo  tan  íntima
      amiga suya, sabrá muy bien cómo hacerlo.
        —No sé, le doy mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad con él no me ha
      enseñado cuáles son sus puntos débiles. ¡Burlarse de una persona flemática, de
      tanta  sangre  fría!  Y  en  cuanto  a  reírnos  de  él  sin  más  mi  más,  no  debemos
      exponernos; podría desafiarnos y tendríamos nosotros las de perder.
        —¡Qué no podemos reírnos del señor Darcy! —exclamó Elizabeth—. Es un
      privilegio muy extraño, y espero que siga siendo extraño, no me gustaría tener
      muchos conocidos así. Me encanta reírme.
        —La señorita Bingley —respondió Darcy— me ha dado más importancia de
      la que merezco. El más sabio y mejor de los hombres o la más sabia y mejor de
      las acciones, pueden ser ridículos a los ojos de una persona que no piensa en esta
      vida más que en reírse.
        —Estoy de acuerdo —respondió Elizabeth—, hay gente así, pero creo que yo
      no estoy entre ellos. Espero que nunca llegue a ridiculizar lo que es bueno o sabio.
      Las insensateces, las tonterías, los caprichos y las inconsecuencias son las cosas
      que verdaderamente me divierten, lo confieso, y me río de ellas siempre que
      puedo. Pero supongo que éstas son las cosas de las que usted carece.
        —Quizá no sea posible para nadie, pero yo he pasado la vida esforzándome
      para  evitar  estas  debilidades  que  exponen  al  ridículo  a  cualquier  persona
      inteligente.
        —Como la vanidad y el orgullo, por ejemplo.
        —Sí, en efecto, la vanidad es un defecto. Pero el orgullo, en caso de personas
      de inteligencia superior, creo que es válido.
        Elizabeth tuvo que volverse para disimular una sonrisa.
        —Supongo que habrá acabado de examinar al señor Darcy —dijo la señorita
      Bingley—, y le ruego que me diga qué ha sacado en conclusión.
        —Estoy plenamente convencida de que el señor Darcy no tiene defectos. Él
      mismo lo reconoce claramente.
        —No —dijo Darcy—, no he pretendido decir eso. Tengo muchos defectos,
      pero  no  tienen  que  ver  con  la  inteligencia.  De  mi  carácter  no  me  atrevo  a
      responder;  soy  demasiado  intransigente,  en  realidad,  demasiado  intransigente
      para lo que a la gente le conviene. No puedo olvidar tan pronto como debería las
      insensateces  y  los  vicios  ajenos,  ni  las  ofensas  que  contra  mí  se  hacen.  Mis
      sentimientos no se borran por muchos esfuerzos que se hagan para cambiarlos.
      Quizá  se  me  pueda  acusar  de  rencoroso.  Cuando  pierdo  la  buena  opinión  que
      tengo sobre alguien, es para siempre.
        —Ése es realmente un defecto —replicó Elizabeth—. El rencor implacable es
      verdaderamente una sombra en un carácter. Pero ha elegido usted muy bien su
      defecto. No puedo reírme de él. Por mi parte, está usted a salvo.
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