Page 48 - Libro Orgullo y Prejuicio
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CAPÍTULO XIII
      —Espero, querida —dijo el señor Bennet a su esposa; mientras desayunaban a la
      mañana  siguiente—,  que  hayas  preparado  una  buena  comida,  porque  tengo
      motivos para pensar que hoy se sumará uno más a nuestra mesa.
        —¿A quién te refieres, querido? No tengo noticia de que venga nadie, a no ser
      que a Charlotte Lucas se le ocurra visitarnos, y me parece que mis comidas son
      lo bastante buenas para ella. No creo que en su casa sean mejores.
        —La persona de la que hablo es un caballero, y forastero.
        Los ojos de la señora Bennet relucían como chispas.
        —¿Un  caballero  y  forastero?  Es  el  señor  Bingley,  no  hay  duda.  ¿Por  qué
      nunca dices ni palabra de estas cosas, Jane? ¡Qué cuca eres! Bien, me alegraré
      mucho de verlo. Pero ¡Dios mío, qué mala suerte! Hoy no se puede conseguir ni
      un poco de pescado. Lydia, cariño, toca la campanilla; tengo que hablar con Hill
      al instante.
        —No es el señor Bingley —dijo su esposo—; se trata de una persona que no
      he visto en mi vida. Éstas palabras despertaron el asombro general; y él tuvo el
      placer de ser interrogado ansiosamente por su mujer y sus cinco hijas a la vez.
        Después de divertirse un rato, excitando su curiosidad, les explicó:
        —Hace un mes recibí esta carta, y la contesté hace unos quince días, porque
      pensé  que  se  trataba  de  un  tema  muy  delicado  y  necesitaba  tiempo  para
      reflexionar. Es de mi primo, el señor Collins, el que, cuando yo me muera, puede
      echaros de esta casa en cuanto le apetezca.
        —¡Oh, querido! —se lamentó su esposa—. No puedo soportar oír hablar del
      tema. No menciones a ese hombre tan odioso. Es lo peor que te puede pasar en el
      mundo, que tus bienes no los puedan heredar tus hijas. De haber sido tú, hace
      mucho tiempo que yo habría hecho algo al respecto.
        Jane y Elizabeth intentaron explicarle por qué no les pertenecía la herencia.
      Lo habían intentado muchas veces, pero era un tema con el que su madre perdía
      totalmente  la  razón;  y  siguió  quejándose  amargamente  de  la  crueldad  que
      significaba desposeer de la herencia a una familia de cinco hijas, en favor de un
      hombre que a ninguno le importaba nada.
        —Ciertamente, es un asunto muy injusto —dijo el señor Bennet—, y no hay
      nada que pueda probar la culpabilidad del señor Collins por heredar Longbourn.
      Pero  si  escuchas  su  carta,  puede  que  su  modo  de  expresarse  te  tranquilice  un
      poco.
        —No,  no  la  escucharé;  y,  además,  me  parece  una  impertinencia  que  te
      escriba, y una hipocresía. No soporto a esos falsos amigos. ¿Por qué no continúa
      pleiteando contigo como ya lo hizo su padre?
        —Porque parece tener algún cargo de conciencia, como vas a oír:
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