Page 53 - Libro Orgullo y Prejuicio
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—¿Ha sido ya presentada en sociedad? No recuerdo haber oído su nombre
      entre las damas de la corte.
        —El mal estado de su salud no le ha permitido, desafortunadamente, ir a la
      capital, y por ello, como le dije un día a lady Catherine, ha privado a la corte
      británica de su ornato más radiante. Su Señoría pareció muy halagada con esta
      apreciación; y ya pueden ustedes comprender que me complazco en dirigirles,
      siempre que tengo ocasión, estos pequeños y delicados cumplidos que suelen ser
      gratos a las damas. Más de una vez le he hecho observar a lady Catherine que su
      encantadora hija parecía haber nacido para duquesa y que el más elevado rango,
      en vez de darle importancia, quedaría enaltecido por ella. Ésta clase de cosillas
      son las que agradan a Su Señoría y me considero especialmente obligado a tener
      con ella tales atenciones.
        —Juzga usted muy bien —dijo el señor Bennet—, y es una suerte que tenga
      el  talento  de  saber  adular  con  delicadeza.  ¿Puedo  preguntarle  si  esos  gratos
      cumplidos  se  le  ocurren  espontáneamente  o  si  son  el  resultado  de  un  estudio
      previo?
        —Normalmente me salen en el momento, y aunque a veces me entretengo
      en  meditar  y  preparar  estos  pequeños  y  elegantes  cumplidos  para  poder
      adaptarlos en las ocasiones que se me presenten, siempre procuro darles un tono
      lo menos estudiado posible.
        Las suposiciones del señor Bennet se habían confirmado. Su primo era tan
      absurdo  como  él  creía.  Le  escuchaba  con  intenso  placer,  conservando,  no
      obstante,  la  más  perfecta  compostura;  y,  a  no  ser  por  alguna  mirada  que  le
      lanzaba  de  vez  en  cuando  a  Elizabeth,  no  necesitaba  que  nadie  más  fuese
      partícipe de su gozo.
        Sin embargo, a la hora del té ya había tenido bastante, y el señor Bennet tuvo
      el placer de llevar a su huésped de nuevo al salón. Cuando el té hubo terminado,
      le invitó a que leyese algo en voz alta a las señoras. Collins accedió al punto y
      trajeron un libro; pero en cuanto lo vio —se notaba en seguida que era de una
      biblioteca circulante— se detuvo, pidió que le perdonaran y dijo que jamás leía
      novelas. Kitty le miró con extrañeza y a Lydia se le escapó una exclamación. Le
      trajeron otros volúmenes y tras algunas dudas eligió los sermones de Fordyce.
      No hizo más que abrir el libro y ya Lydia empezó a bostezar, y antes de que
      Collins,  con  monótona  solemnidad,  hubiese  leído  tres  páginas,  la  muchacha  le
      interrumpió diciendo:
        —¿Sabes, mamá, que el tío Phillips habla de despedir a Richard? Y si lo hace,
      lo contratará el coronel Forster. Me lo dijo la tía el sábado. Iré mañana a Meryton
      para  enterarme  de  más  y  para  preguntar  cuándo  viene  de  la  ciudad  el  señor
      Denny.
        Las dos hermanas mayores le rogaron a Lydia que se callase, pero Collins,
      muy ofendido, dejó el libro y exclamó:
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