Page 50 - Libro Orgullo y Prejuicio
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—Aunque  es  difícil  —observó  Jane—  adivinar  qué  entiende  él  por  esa
      reparación que cree que nos merecemos, debemos dar crédito a sus deseos.
        A  Elizabeth  le  impresionó  mucho  aquella  extraordinaria  deferencia  hacia
      lady  Catherine  y  aquella  sana  intención  de  bautizar,  casar  y  enterrar  a  sus
      feligreses siempre que fuese preciso.
        —Debe ser un poco raro —dijo—. No puedo imaginármelo. Su estilo es algo
      pomposo.  ¿Y  qué  querrá  decir  con  eso  de  disculparse  por  ser  el  heredero  de
      Longbourn?  Supongo  que  no  trataría  de  evitarlo,  si  pudiese.  Papá,  ¿será  un
      hombre astuto?
        —No, querida, no lo creo. Tengo grandes esperanzas de que sea lo contrario.
      Hay  en  su  carta  una  mezcla  de  servilismo  y  presunción  que  lo  afirma.  Estoy
      impaciente por verle.
        —En cuanto a la redacción —dijo Mary—, su carta no parece tener defectos.
      Eso de la rama de olivo no es muy original, pero, así y todo, se expresa bien.
        A Catherine y a Lydia, ni la carta ni su autor les interesaban lo más mínimo.
      Era prácticamente imposible que su primo se presentase con casaca escarlata, y
      hacía ya unas cuantas semanas que no sentían agrado por ningún hombre vestido
      de  otro  color.  En  lo  que  a  la  madre  respecta,  la  carta  del  señor  Collins  había
      extinguido su rencor, y estaba preparada para recibirle con tal moderación que
      dejaría perplejos a su marido y a sus hijas.
        El señor Collins llegó puntualmente a la hora anunciada y fue acogido con
      gran cortesía por toda la familia. El señor Bennet habló poco, pero las señoras
      estaban muy dispuestas a hablar, y el señor Collins no parecía necesitar que le
      animasen  ni  ser  aficionado  al  silencio.  Era  un  hombre  de  veinticinco  años  de
      edad,  alto,  de  mirada  profunda,  con  un  aire  grave  y  estático  y  modales
      ceremoniosos. A poco de haberse sentado, felicitó a la señora Bennet por tener
      unas hijas tan hermosas; dijo que había oído hablar mucho de su belleza, pero
      que la fama se había quedado corta en comparación con la realidad; y añadió
      que no dudaba que a todas las vería casadas a su debido tiempo. La galantería no
      fue  muy  del  agrado  de  todas  las  oyentes;  pero  la  señora  Bennet,  que  no  se
      andaba con cumplidos, contestó en seguida:
        —Es usted muy amable y deseo de todo corazón que sea como usted dice,
      pues de otro modo quedarían las pobres bastante desamparadas, en vista de la
      extraña manera en que están dispuestas las cosas.
        —¿Alude usted, quizá, a la herencia de esta propiedad?
        —¡Ah! En efecto, señor. No me negará usted que es una cosa muy penosa
      para  mis  hijas.  No  le  culpo;  ya  sabe  que  en  este  mundo  estas  cosas  son  sólo
      cuestión de suerte. Nadie tiene noción de qué va a pasar con las propiedades una
      vez que tienen que ser heredadas.
        —Siento  mucho  el  infortunio  de  sus  lindas  hijas;  pero  voy  a  ser  cauto,  no
      quiero  adelantarme  y  parecer  precipitado.  Lo  que  sí  puedo  asegurar  a  estas
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