Page 40 - Libro Orgullo y Prejuicio
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Elizabeth a tocar en primer lugar; ésta, con igual cortesía y con toda sinceridad
      rechazó  la  invitación;  entonces,  la  señorita  Bingley  se  sentó  y  comenzó  el
      concierto.
        La  señora  Hurst  cantó  con  su  hermana,  y,  mientras  se  empleaban  en  esta
      actividad, Elizabeth no podía evitar darse cuenta, cada vez que volvía las páginas
      de unos libros de música que había sobre el piano, de la frecuencia con la que los
      ojos  de  Darcy  se  fijaban  en  ella.  Le  era  difícil  suponer  que  fuese  objeto  de
      admiración  ante  un  hombre  de  tal  categoría;  y  aun  sería  más  extraño  que  la
      mirase porque ella le desagradara. Por fin, sólo pudo imaginar que llamaba su
      atención porque había algo en ella peor y más reprochable, según su concepto de
      la  virtud,  que  en  el  resto  de  los  presentes.  Esta  suposición  no  la  apenaba.  Le
      gustaba tan poco, que la opinión que tuviese sobre ella, no le preocupaba.
        Después  de  tocar  algunas  canciones  italianas,  la  señorita  Bingley  varió  el
      repertorio  con  un  aire  escocés  más  alegre;  y  al  momento  el  señor  Darcy  se
      acercó a Elizabeth y le dijo:
        —¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta oportunidad para bailar un
      reel?
        Ella  sonrió  y  no  contestó.  Él,  algo  sorprendido  por  su  silencio,  repitió  la
      pregunta.
        —¡Oh!  —dijo  ella—,  ya  había  oído  la  pregunta.  Estaba  meditando  la
      respuesta. Sé que usted querría que contestase que sí, y así habría tenido el placer
      de  criticar  mis  gustos;  pero  a  mí  me  encanta  echar  por  tierra  esa  clase  de
      trampas y defraudar a la gente que está premeditando un desaire. Por lo tanto, he
      decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora, desáireme si se atreve.
        —No me atrevo, se lo aseguro.
        Ella, que creyó haberle ofendido, se quedó asombrada de su galantería. Pero
      había tal mezcla de dulzura y malicia en los modales de Elizabeth, que era difícil
      que pudiese ofender a nadie; y Darcy nunca había estado tan ensimismado con
      una  mujer  como  lo  estaba  con  ella.  Creía  realmente  que  si  no  fuera  por  la
      inferioridad de su familia, se vería en peligro.
        La  señorita  Bingley  vio  o  sospechó  lo  bastante  para  ponerse  celosa,  y  su
      ansiedad  porque  se  restableciese  su  querida  amiga  Jane  se  incrementó  con  el
      deseo de librarse de Elizabeth.
        Intentaba provocar a Darcy para que se desilusionase de la joven, hablándole
      de su supuesto matrimonio con ella y de la felicidad que esa alianza le traería.
        —Espero  —le  dijo  al  día  siguiente  mientras  paseaban  por  el  jardín—  que
      cuando  ese  deseado  acontecimiento  tenga  lugar,  hará  usted  a  su  suegra  unas
      cuantas advertencias para que modere su lengua; y si puede conseguirlo, evite
      que las hijas menores anden detrás de los oficiales. Y, si me permite mencionar
      un tema tan delicado, procure refrenar ese algo, rayando en la presunción y en
      la impertinencia, que su dama posee.
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