Page 39 - Libro Orgullo y Prejuicio
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posible.
        —¿Consideraría  entonces  el  señor  Darcy  reparada  la  imprudencia  de  su
      primera intención con la obstinación de mantenerla?
        —No soy yo, sino Darcy, el que debe explicarlo.
        —Quieres que dé cuenta de unas opiniones que tú me atribuyes, pero que yo
      nunca he reconocido. Volviendo al caso, debe recordar, señorita Bennet, que el
      supuesto amigo que desea que se quede y que retrase su plan, simplemente lo
      desea y se lo pide sin ofrecer ningún argumento.
        —El ceder pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo, no tiene ningún
      mérito para usted. —El ceder sin convicción dice poco en favor de la inteligencia
      de ambos.
        —Me  da  la  sensación,  señor  Darcy,  de  que  usted  nunca  permite  que  le
      influyan  el  afecto  o  la  amistad.  El  respeto  o  la  estima  por  el  que  pide  puede
      hacernos ceder a la petición sin esperar ninguna razón o argumento. No estoy
      hablando  del  caso  particular  que  ha  supuesto  sobre  el  señor  Bingley.  Además,
      deberíamos, quizá, esperar a que se diese la circunstancia para discutir entonces
      su comportamiento. Pero en general y en casos normales entre amigos, cuando
      uno quiere que el otro cambie alguna decisión, ¿vería usted mal que esa persona
      complaciese ese deseo sin esperar las razones del otro?
        —¿No sería aconsejable, antes de proseguir con el tema, dejar claro con más
      precisión qué importancia tiene la petición y qué intimidad hay entre los amigos?
        —Perfectamente  —dijo  Bingley—,  fijémonos  en  todos  los  detalles  sin
      olvidarnos de comparar estatura y tamaño; porque eso, señorita Bennet, puede
      tener más peso en la discusión de lo que parece. Le aseguro que si Darcy no
      fuera tan alto comparado conmigo, no le tendría ni la mitad del respeto que le
      tengo. Confieso que no conozco nada más imponente que Darcy en determinadas
      ocasiones y en determinados lugares, especialmente en su casa y en las tardes de
      domingo cuando no tiene nada que hacer.
        El señor Darcy sonrió; pero Elizabeth se dio cuenta de que se había ofendido
      bastante y contuvo la risa. La señorita Bingley se molestó mucho por la ofensa
      que le había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales tonterías.
        —Conozco  tu  sistema,  Bingley  —dijo  su  amigo—.  No  te  gustan  las
      discusiones y quieres acabar ésta.
        —Quizá.  Las  discusiones  se  parecen  demasiado  a  las  disputas.  Si  tú  y  la
      señorita  Bennet  posponéis  la  vuestra  para  cuando  yo  no  esté  en  la  habitación,
      estaré muy agradecido; además, así podréis decir todo lo que queráis de mí.
        —Por mi parte —dijo Elizabeth—, no hay objeción en hacer lo que pide, y es
      mejor que el señor Darcy acabe la carta.
        Darcy siguió su consejo y acabó la carta. Concluida la tarea, se dirigió a la
      señorita Bingley y a Elizabeth para que les deleitasen con algo de música. La
      señorita Bingley se apresuró al piano, pero antes de sentarse invitó cortésmente a
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