Page 76 - Libro Orgullo y Prejuicio
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obligada a acompañarlas más que cuando le apeteciese. No había más remedio
que tomarse esta circunstancia como un motivo de satisfacción, pues, en tales
casos, así lo exige la etiqueta; pero no había nadie que le gustase más quedarse
cómodamente en casa en cualquier época de su vida. Concluyó deseando a la
señora Lucas que no tardase en ser tan afortunada como ella, aunque triunfante
pensaba que no había muchas esperanzas.
Elizabeth se esforzó en vano en reprimir las palabras de su madre, y en
convencerla de que expresase su alegría un poquito más bajo; porque, para
mayor contrariedad, notaba que Darcy, que estaba sentado enfrente de ellas,
estaba oyendo casi todo. Lo único que hizo su madre fue reprenderla por ser tan
necia.
—¿Qué significa el señor Darcy para mí? Dime, ¿por qué habría de tenerle
miedo? No le debemos ninguna atención especial como para sentirnos obligadas
a no decir nada que pueda molestarle.
—¡Por el amor de Dios, mamá, habla más bajo! ¿Qué ganas con ofender al
señor Darcy? Lo único que conseguirás, si lo haces, es quedar mal con su amigo.
Pero nada de lo que dijo surtió efecto. La madre siguió exponiendo su
parecer con el mismo desenfado. Elizabeth cada vez se ponía más colorada por
la vergüenza y el disgusto que estaba pasando. No podía dejar de mirar a Darcy
con frecuencia, aunque cada mirada la convencía más de lo que se estaba
temiendo. Darcy rara vez fijaba sus ojos en la madre, pero Elizabeth no dudaba
de que su atención estaba pendiente de lo que decían. La expresión de su cara iba
gradualmente del desprecio y la indignación a una imperturbable seriedad.
Sin embargo, llegó un momento en que la señora Bennet ya no tuvo nada más
que decir, y lady Lucas, que había estado mucho tiempo bostezando ante la
repetición de delicias en las que no veía la posibilidad de participar, se entregó a
los placeres del pollo y del jamón. Elizabeth respiró. Pero este intervalo de
tranquilidad no duró mucho; después de la cena se habló de cantar, y tuvo que
pasar por el mal rato de ver que Mary, tras muy pocas súplicas, se disponía a
obsequiar a los presentes con su canto. Con miradas significativas y silenciosos
ruegos, Elizabeth trató de impedir aquella muestra de condescendencia, pero fue
inútil. Mary no podía entender lo que quería decir. Semejante oportunidad de
demostrar su talento la embelesaba, y empezó su canción. Elizabeth no dejaba de
mirarla con una penosa sensación, observaba el desarrollo del concierto con una
impaciencia que no fue recompensada al final, pues Mary, al recibir entre las
manifestaciones de gratitud de su auditorio una leve insinuación para que
continuase, después de una pausa de un minuto, empezó otra canción. Las
facultades de Mary no eran lo más a propósito para semejante exhibición; tenía
poca voz y un estilo afectado. Elizabeth pasó una verdadera agonía. Miró a Jane
para ver cómo lo soportaba ella, pero estaba hablando tranquilamente con
Bingley. Miró a las hermanas de éste y vio que se hacían señas de burla entre