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MANIFIESTO DEL SOCIALISMO NUEVO
6. LA CATASTROFE DEL SOCIALISMO DE CONTROL
Un acontecimiento histórico impactante en las últimas décadas fue la catástrofe del socialismo de control y la restauración del capitalismo desde
dentro de su composición.
Su significado: el régimen construido por los obreros en l917 se enredó en los hilos de la férrea dictadura que, a nombre del proletariado, el apa-
rato partidario y el estado soviético ejercieron sobre la sociedad, suplantando a su soberanía y la dialéctica espontánea del mundo. El poder del
trabajo, que en el socialismo rompió las cadenas de la propiedad, el interés y la codicia que envenenan al capitalismo, y prometía convertirse en
el adalid máximo de la libertad, el humanismo y la democracia, fue transferido a las fuerzas productivas.
El estado y la cúpula partidaria dispusieron de estas fuerzas. Usando las necesidades sociales, convirtieron a las instituciones, los grupos y las
clases en engranes del mecanismo social instalado. Su ideología fue reforzada con la ciencia mitificada. Lo que no cabía en sus “leyes objetivas”,
ajenas a la libertad y la acción humanas (los valores, la libertad, los sentimientos, el espíritu, la razón y la belleza en sí mismos), fue relegado en
favor de los logros prácticos y utilitarios.
Con el cientismo se creía erróneamente que la vida humana era regida por leyes naturales forzosas. El técnico que las conociera tendría el poder
para regir la sociedad. Por tanto, no cabían el debate, la discrepancia, la crítica, la deliberación o el acuerdo colectivo del pueblo. En pocas pala-
bras: no cabía la libertad de pensamiento que debe acompañar a la política. Era el despotismo justificado por el saber. La política, acción pública
cuyo eje son las formas de organización y los fines de la sociedad, fue posesión del aparato partidario que excluía la intervención del pueblo en
la determinación de sus propósitos.
La bisagra del mecanismo social, o sea, el misterio ideológico administrado por el partido, era el dogma del estado y el líder infalibles, conde-
nando la población a ser receptora de la propaganda. En conclusión: los ideales, la ideología, la opinión, la razón, fueron depositadas en los
“mandatarios”. La fe hizo creer que, mientras éstos vivieran, el mando vitalicio garantizaría la justeza y la corrección del transcurrir. Entonces
los principios, la razón universal, el pensamiento, sólo tenían valor en la voz del conductor, no en sí mismos. Su corolario era inevitable: la crisis
del sistema cuando el protagonista faltara. Las muertes de Lenin, Stalin, Tito, Mao y otros, así lo pusieron de manifiesto. Lo que era una verdad
de la humanidad y la historia fue convertido en el saber oculto del genio dirigente. La dialéctica propia del mundo se pervirtió como un asunto
personal.El protagonismo, como se sabe, es pantalla que esconde al juego del resorte que lo desata: si el control de la sociedad supone al contro-
lador ¿quién controla a éste? Un poder no manifiesto, el dogma de las cúpulas. Esto devela el secreto del socialismo de control: la sociedad que
parecía entrar en la era de la libertad, en la vida trazada por sus propios autores, en realidad era regida desde fuera de sus institutos, grupos, or-
ganismos, voluntad y deseos. Por el poder dictatorial, que ahora ocupaba el lugar del capital. Dicho control era el principio técnico fundamental
de la ingeniería social. Su método era científico. Igual que la ciencia conoce las cosas colocándolas bajo control en el dispositivo no natural del
experimento, y la técnica industrial pone bajo control a las máquinas, las materias, los aparatos, el trabajo y la voluntad, así la máquina partidaria
y estatal dispuso de la sociedad. Y tanto como la ciencia de las cosas lleva implícita la técnica en el método, aquel socialismo “científico” basado
en “lo objetivo”, no en las utopías o los buenos deseos, como se decía, tenía en su propio corazón al control y la conducción instrumental de la
sociedad. El materialismo lo refuerza. Remite a la “cosa” social, no al mundo animado por el pensamiento, los valores, la razón y la praxis huma-
nas, donde los ideales y las aspiraciones rebasan a la conservación biológica.
Se complementa con el dogma instrumental: ante un objeto ya degradado, cualquier medio vale. Los principios fueron carcomidos por la ambi-
valencia. Podían significar una cosa y lo contrario, pues dependían de quien tuviera la fuerza para ejercerlos. En el discurso la vida era reducida a
lo material, en la práctica era subordinada al actor: la clase, el partido o el líder. En la práctica, el objetivismo era un subjetivismo.
Así nació la doble banda del pensamiento socialista: cuando se rechazaba una idea inconveniente para el control (el espartaquismo o el trotskis-
mo, por ejemplo), se usaba lo real como coartada; cuando se rechazaba una realidad (la autogestión yugoslava o el socialismo chino), se acudía
al dogma ideológico. No se establecía la mediación entre ambos. Algo imposible de lograr si no se reconocía a la praxis como componente del
mundo y se le reducía a simple medio. Los grandes fines se diluyeron en la promesa del humanismo futuro. Las aspiraciones de los trabajadores
fueron usadas por los burócratas como señuelos. Podían diseñarse e imponerse con la planificación, la ingeniería psicológica y social. Eran pro-
ducto de decretos y resoluciones del comité máximo.
El desenlace de tal socialismo fue fatal. Su realidad, su ideología y su práctica no tenían un enlace racional: la conciencia iba a la zaga de los
acontecimientos y acabó por ver las cosas de manera invertida, perdiendo el rumbo. La explicación de la catástrofe del socialismo, por tanto, no
radica en errores circunstanciales de sus líderes, sino en una concepción y un ejercicio que, desde sus bases mismas, centra todo en el afán de
poder en detrimento del devenir propio de la vida humana.
En síntesis, ese socialismo rebajó la dignidad del mundo: la realidad era materia a disposición para ejercer el dominio, la praxis era medio para
ejercer el poder y la conciencia era el furor de control. En pocas palabras: el partido transformó la sociedad pero él no cambió y continuó con los
vicios del poder. Bastó que la producción se desarrollara y la sociedad avanzara hacia su modernización, para abrir las oposiciones en una eco-
nomía y una tecnología distorsionadas por la planificación, en una conciencia encenagada por el dogma y la simulación, y una praxis impotente
por el control. Su desenlace fue la catástrofe del sistema por su propia dialéctica, nacida contrapuesta al principio del socialismo, que siempre
será la liberación del trabajo.