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                tensa durante seis meses, hasta principios de octubre, cuando Clotildita enfer-

                mó y fue diagnosticada con meningitis. Pese a todos los esfuerzos médicos, el
                11 de octubre, con nueve meses, la nena murió.

                      Para mi padre, además de ese dolor brutal, fue el desgarro de su último
                nexo con España, donde había sido concebida. Para mamá no sé, no entiendo
                cómo lo pudo soportar, sostener a papá, y seguir adelante. Ella tenía 21 años.
                Siempre discreto puntal.

                      Empezaron a salir del pozo a principios de 1938. Clotilde haciendo cursos
                de enfermería samaritana. Daniel gestionó -y obtuvo- ante el Consejo Nacional

                de Educación la reválida de sus títulos españoles en pedagogía. Terminó su en-
                sayo “Los derechos del niño” que publicó la pequeña editorial Res Non Verba
                en julio de 1939; el prólogo del doctor Manuel Blasco Garzón es, de por sí, un
                documento.  El  libro  fue  promovido  por  el  Centro  Republicano  Español  de

                Buenos Aires, al cual Daniel ya se había asociado, y se encuentra hoy digitali-
                zado en la Biblioteca Nacional de Maestros, en Buenos Aires.

                      Mientras, seguía tomando pedidos y aconsejando a comerciantes perfume-
                ros sobre los nuevos productos de su empleador. Al terminar cada jornada, iba
                                                                                       con  su  maletín
                                                                                       al Centro Repu-
                                                                                       blicano  y  se

                                                                                       sentaba  a  escu-
                                                                                       char  su  versión
                                                                                       auditiva       del
                                                                                       mismo  idioma,
                                                                                       y  a  compartir

                                                                                       cada vez peores
                                                                                       novedades
                                                                                       acerca  de  la
                                                                                       Guerra      Civil.

                                                                                       Una  de  esas
                                                                                       tardes  conoció
                                                                                       allí a Francisco
                                                                                       Murcia Cruz y
                a los hermanos Eloy y Eladio Cánova, todos con casas de comercio estableci-
                das en Comodoro Rivadavia, un pueblo patagónico grande, de veinticinco mil

                habitantes, que prometía mucho, le dijeron.

                      “La guerra ha terminado” había sentenciado lacónico Francisco Franco el
                1 de abril de 1939, cuando cayó Madrid. Alemania invadió Polonia cinco me-

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