Page 242 - Auge y caída del antiguo Egipto
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El Valle de los Reyes, el templo de Luxor, los colosos de Memnón y la máscara
               de oro de Tutankamón: los deslumbrantes logros culturales de la antigua Tebas

               evocan un mundo perdido de opulencia imponente y mecenazgo artístico a gran

               escala. Estos impresionantes monumentos y deslumbrantes tesoros, creados en el

               lapso de ocho generaciones, constituyen el legado de un solo linaje real egipcio,
               la  XVIII  Dinastía,  que  gobernó  en  el  valle  del  Nilo  durante  casi  dos  siglos  y

               medio. Su período en el poder representa el punto culminante de la civilización

               faraónica,  cuando  la  confianza  de Egipto y la  percepción acerca  de su propio
               destino parecían no tener límites.

                  Sacudiéndose  el  yugo  de  la  dominación  extranjera,  el  rey  Ahmose  y  sus

               descendientes promulgaron el culto a la monarquía con renovado vigor. Y si la

               obra que se representaba versaba sobre la realeza divina, Tebas era el escenario.
               Con la riqueza derivada del comercio exterior y las guerras de conquista, esta

               modesta ciudad de provincias del Alto Egipto se transformó en la capital real y

               religiosa de un imperio, una ciudad «de las cien puertas» con obeliscos, templos
               y gigantescas estatuas que dominaban el horizonte en todas direcciones. Desde

               sus palacios y despachos, cortesanos y burócratas gobernaban los dominios del

               rey con implacable eficacia, controlando todos y cada uno de los aspectos de la
               vida  y  el  sustento  de  la  gente.  Mientras  el  rey  llevaba  a  cabo  las  grandes

               ceremonias  de  Estado,  su  pueblo,  cuya  suerte  apenas  había  cambiado,  seguía

               trabajando en los campos. En el enclaustrado mundo de la XVIII Dinastía, las
               únicas  revoluciones  serían  las  relacionadas  con  la  propia  institución  de  la

               realeza. Sin embargo, por más que sus reinados marcaran un notable alejamiento

               de las prácticas habituales, ni la reina Hatshepsut ni el faraón herético Ajenatón

               serían capaces de poner fin a unas tradiciones acumuladas durante siglos.
                  En  esta  tercera  parte  se  abordan  el  auge  y  la  decadencia,  el  triunfo  y  la

               tragedia, de la XVIII Dinastía, desde la renovación nacional hasta su declive y
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