Page 426 - Auge y caída del antiguo Egipto
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mujeres había escrito a su hermano, un comandante de las tropas nubias, para
obtener su apoyo; un motín masivo en las filas del ejército, combinado con una
revolución en el campo, sin duda distraerían y debilitarían a las autoridades. Por
último, y para dar mayores probabilidades de éxito al complot, los conspiradores
acudieron a medios más tenebrosos. Consiguieron la ayuda de magos
profesionales, fabricaron efigies de cera de sus adversarios y elaboraron conjuros
destinados a paralizar a los guardias del harén. Tras varias semanas de
meticulosa planificación, todo estaba dispuesto. Se había preparado el terreno
para el regicidio y la revolución.
Pero los conspiradores habían cometido un craso error. Con tanta gente
implicada, era casi seguro que alguien se iría de la lengua. Antes de que los
planes pudieran llevarse a cabo hasta su fatal conclusión, las autoridades fueron
alertadas y los conspiradores, detenidos. Cuando se aclararon los detalles de la
conspiración, también resultó evidente el nivel extremo de amenaza a la
seguridad nacional existente. Temeroso de las repercusiones de un juicio abierto
y público (en el que él mismo representaría la corte de apelación definitiva), el
rey optó, en cambio, por un tribunal especial. Nombró a un grupo de doce
funcionarios de confianza para que investigaran el caso, lo juzgaran e impusieran
una pena apropiada. Agentes del Estado cuidadosamente elegidos —en
representación de la corte, del ejército y de la administración pública— serían el
juez, el jurado y el verdugo. La única participación de Ramsés III consistió en
dar al tribunal carta blanca en cuanto al trato que se habría de dar a los
conspiradores: «Que todo lo que han hecho caiga sobre sus cabezas». 18
Con tales competencias, estaba claro cuál iba a ser el resultado. En una serie
de tres procesos, treinta y ocho personas fueron juzgadas y declaradas culpables.
A los cabecillas se les permitió quitarse la vida; algunos fueron obligados a
suicidarse en la misma sala del tribunal, mientras que a otros, incluido el
príncipe Pentaur, se les concedió el cuestionable privilegio de hacerlo fuera.
Todos los condenados por traición lo fueron también a una segunda muerte; sus
nombres fueron eliminados de sus monumentos y cambiados en las actas de las