Page 498 - Auge y caída del antiguo Egipto
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expresaran una devoción eterna a sus monarcas nubios, en la práctica
gobernaban la ciudad y la región circundante como un feudo personal.
Maniobraban para situar a sus parientes en puestos de influencia tanto en la
administración civil como en la religiosa, mientras su riqueza y su estatus
aumentaban. Un buen ejemplo de ello fue Harua. Nacido en una familia de
sacerdotes durante el reinado de Pianjy, ascendió hasta convertirse en jefe de la
casa de Amenirdis I. Tras la muerte de esta, siguió sirviendo a su sucesora,
Shepenupet II. Dándoselas de hombre de letras, en una de sus estatuas se
describe a sí mismo como «un refugio para los miserables, una boya para los que
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se ahogan, una escalera para quien se halla en el abismo». Su tumba no
resultaba menos presuntuosa, y era uno de los monumentos funerarios privados
más grandes de Egipto. Asimismo, en la intimidad de su última morada Harua
pudo dar rienda suelta a sentimientos que podrían haberle costado la vida en
caso de haberlos expresado en público; uno de sus shabti llevaba el cayado y el
mayal, los atributos más antiguos de la realeza egipcia. Era evidente que Harua
se veía a sí mismo como un moderno rey de Tebas, y pocos de sus
contemporáneos habrían discrepado de él.
La existencia de una dinastía de facto rigiendo los destinos del Alto Egipto
bajo la jefatura suprema de Shabako no hacía sino reflejar la incómoda realidad
del gobierno kushita. En la práctica, era casi imposible que un solo monarca y
una sola administración controlaran un reino que se extendía a lo largo de más
de dos mil kilómetros de río, desde los remotos confines de Nubia, más allá de la
quinta catarata, hasta las orillas del Mediterráneo. Aunque probablemente eso le
resultara muy incómodo a Shabako, este apenas tenía otra opción que dejar en
pie las viejas estructuras políticas por más que afirmara en voz alta haberlas
derrocado. En el delta, los gobernantes locales se recuperaron tras su última y
humillante rendición. Hombres que se calificaban abiertamente de reyes seguían
gobernando en Bast y Dyanet, los dos centros del poder libio; el control de
Hutheryib seguía estando en manos de príncipes hereditarios, y otras dinastías
locales volvían a gobernar las prósperas ciudades de Dyedu, Dyedet,