Page 541 - Auge y caída del antiguo Egipto
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nacional. Una de las mayores concentraciones de cultos a animales se daba en
               Saqqara, cementerio de reyes y nobles desde los albores de la historia. Durante

               el  reinado  de  Najthorhabet  (360-343),  la  élite  de  los  difuntos  egipcios  se

               encontró con que, en su mundo subterráneo, se les había unido un verdadero zoo
               de bestias grandes y pequeñas.

                  Uno de los lugares más sagrados de la meseta de Saqqara era el Serapeum (o

               Serapeo),  donde  los  templos  y  talleres  de  la  superficie  cubrían  una  vasta

               catacumba  subterránea  para  los  toros  Apis.  Cerca  se  alzaba  otro  complejo  de
               templos, hipogeos y edificios administrativos que servían al culto de la «Madre

               de  Apis»,  una  vaca  sagrada  adorada  como  la  encarnación  de  la  diosa  Isis.

               Después de morir, cada vaca sucesiva era purificada, embalsamada, recubierta
               con  vendas  de  lino  y  adornada  con  amuletos  antes  de  ser  enterrada  en  una

               bóveda subterránea que se había tardado dos años en excavar en la roca viva. El

               enorme sarcófago de piedra tallado para cada una de las Madres de Apis era tan

               pesado que el equipo de treinta hombres necesario para arrastrarlo hasta su lugar
               podía llegar a cobrar hasta el salario de un mes por diez días de trabajo agotador.

                  Más allá de las catacumbas para los toros sagrados y sus madres, había una

               enorme red de galerías subterráneas para babuinos momificados. Traídos por el
               río  o  por  mar  de  toda  el  África  subsahariana  (solo  unos  pocos  se  criaban

               satisfactoriamente en cautividad), se mantenía a los monos en un recinto especial

               del  templo  de  Ptah,  en  Menfis.  Allí  se  los  adoraba  como  manifestaciones  de
               Thot, el dios de la sabiduría, y como encarnaciones del «oído que escucha», que

               actuaba como intermediario entre las personas y los dioses. Los animales venían

               a ser, pues, los «santos» de la religión del antiguo Egipto. Tras su muerte, cada
               babuino  era  deificado  como  Osiris  y  enterrado  en  una  caja  rectangular  de

               madera, que a su vez se colocaba en un nicho excavado en las paredes rocosas de

               la bóveda subterránea. Luego el nicho era sellado con una losa de piedra caliza

               que  llevaba  el  nombre  del  babuino,  su  lugar  de  origen  y  una  oración.  Una
               inscripción típica rezaba así:
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