Page 544 - Auge y caída del antiguo Egipto
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fue la de restablecer los cultos mortuorios —de dos mil años de antigüedad— de
Seneferu y Dyedefra, dos reyes del apogeo de la Era de las Pirámides. El valor
propagandístico de reactivar esas instituciones era considerable, dado que
asociaba públicamente al nuevo gobernante de Egipto con dos de sus
predecesores más ilustres. Asimismo, aparte de Menfis, Najthorhabet se entregó
a un frenesí constructivo que no se veía desde el reinado de Ramsés II. Casi
ningún templo del país escapó a una u otra forma de real embellecimiento.
Najthorhabet quiso que sus contemporáneos, así como la posteridad, le vieran
como un auténtico faraón, y no simplemente como el último de una larga lista de
caudillos militares efímeros. Pero en aquella orgía constructora había también un
punto de pánico. Centró la mayor parte de sus esfuerzos en las puertas y las
murallas —las partes más vulnerables de los templos—, y al parecer sintió una
abrumadora necesidad de proteger los edificios sagrados de Egipto de fuerzas
malignas. En ese sentido, su política religiosa era perfectamente coherente con
su agenda internacional; ambas se centraban en salvaguardar Egipto del
enemigo.
En cuanto a los persas, nunca aceptaron la secesión de su provincia más rica.
Ni la construcción de templos, ni la momificación de animales sagrados, ni las
poses faraónicas les desviarían de su objetivo de reconquistar el valle del Nilo.
En el 373, Najtnebef había rechazado con éxito un intento de invasión persa
dirigido contra el delta. Pero, treinta años después, su nieto Najthorhabet no tuvo
la misma suerte. Las fuerzas del «gran rey» Artajerjes III tomaron Pelusio, en la
costa mediterránea, con relativa facilidad, y luego marcharon hacia el sur, a
Menfis. A finales del verano del 343 la capital egipcia había caído, la resistencia
se había desmoronado y la independencia había llegado a su fin. Najthorhabet, el
último egipcio autóctono que gobernaría su tierra de manera indiscutible hasta la
era moderna, huyó al extranjero. Al final, su piedad y su politiqueo no habían
bastado para contener el ímpetu del ejército de Artajerjes. El reloj había
retrocedido siete décadas, y Egipto volvía a ser una satrapía del poderoso
Imperio persa.