Page 549 - Auge y caída del antiguo Egipto
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En las últimas semanas del 332, Alejandro cruzó la frontera egipcia y se hizo
               con el poder sin necesidad de luchar. Los persas simplemente se esfumaron. Allí

               estaba: el conquistador de todo el mundo conocido en la tierra de los faraones.

               Ya fuera por instinto o por estar muy bien asesorado, el caso es que sabía lo que
               se esperaba de él. Uno de sus primeros actos al llegar a Menfis fue presentar sus

               respetos al toro sagrado Apis. El gran animal fue trasladado desde su establo en

               el atrio contiguo para que el intrigado macedonio pudiera inspeccionarlo. Para

               los  anfitriones  de  Alejandro,  aquello  era  una  señal  de  que  habían  vuelto  los
               viejos tiempos; ahí tenían a un rey que entendía las exigencias de la piedad.

                  Sin embargo, para el propio Alejandro, el interés por las tradiciones religiosas

               del  antiguo  Egipto  no  era  más  que  un  mero  ejercicio  de  relaciones  públicas.
               Como todos los invasores anteriores, se sintió cautivado por la ancestral cultura

               del  país.  Egipto  ejercía  su  inimitable  e  irresistible  hechizo.  Hasta  entonces,

               Alejandro  no  había  permitido  que nada le retrasara o detuviera en su cruzada

               militar. Cada victoria había espoleado la siguiente, y no se había dado respiro ni
               tiempo al enemigo para que se reagrupara. Pero ahora, y contra toda expectativa,

               decidió  deliberadamente  dar  la  espalda  a  los  persas.  A  comienzos  de  la

               primavera del 331, después de fundar una ciudad que llevara su nombre por toda
               la  eternidad,  Alejandro  no  se  dirigió  hacia  el  este  para  entablar  combate  con

               Darío por tercera vez, sino hacia el oeste, a las arenosas extensiones del Sahara.

               Su destino, a unos quinientos kilómetros de distancia, era el oasis de Siwa, con
               su célebre oráculo de Amón. Lo que sucedió entre el dios y el rey sigue siendo

               un misterio, pero el caso es que Alejandro salió del encuentro como un hombre

               nuevo;  en  realidad,  no  ya  como  un  hombre,  sino  como  un  dios  vivo,
               descendiente del propio creador. «Él formuló su pregunta al oráculo y recibió (o

               así lo dijo) la respuesta que ansiaba su alma.»      14

                  De ese modo el soberano de Macedonia se convirtió en rey de Egipto. El valle

               del  Nilo  no  volvería  a  ser  gobernado  por  uno  de  sus  hijos  hasta  que
               transcurrieran otros veintidós siglos, por más que el encanto de la civilización

               faraónica siguiera ejerciendo tanta influencia como siempre.
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