Page 596 - Auge y caída del antiguo Egipto
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devoto cuidaba todavía amorosamente de su estatua de culto en Roma. Veinte
               siglos después, las reconstrucciones literarias y cinematográficas de su vida y sus

               amoríos fascinaban al mundo occidental. Y todavía sigue entre nosotros.

                  También su mundo nos acompaña aún. En los siglos transcurridos desde su
               muerte,  el  valle  del  Nilo  se  lo  han  disputado  romanos  y  árabes,  cristianos  y

               musulmanes.  El  implacable  sol  egipcio  ha  descolorido  los  antaño  llamativos

               templos  de  los  dioses,  convertidos  ahora  en  románticas  ruinas  destartaladas  y

               teñidas del color de la arena. Las tumbas han sido despojadas de sus tesoros y las
               pirámides,  de  sus  relucientes  remates  de  piedra.  Pero  el  atractivo  de  la

               civilización  faraónica,  encarnado  para  la  conciencia  occidental  en  su  última

               reina, ha demostrado ser mucho más duradero.
                  En  términos  físicos,  el  monumento  más  imperecedero  de  Cleopatra,  su

               herencia  arquitectónica  más  extravagante,  es  el  templo  de  Hathor  en  Iunet.

               Desde su fachada porticada, el benigno rostro —medio humano, medio bovino—

               de la antigua diosa madre todavía mira hacia abajo en solícita protección, como
               lleva  haciendo  desde  hace  dos  mil  años,  y  como  hiciera  antaño  en  la  imagen

               grabada  de  Narmer,  el  primer  rey  de  Egipto,  en  los  albores  de  la  historia

               faraónica. La iconografía y la ideología de la realeza divina, posiblemente las
               mayores invenciones de los antiguos egipcios, estuvieron presentes en el final tal

               como lo habían estado en el principio.

                  Como heredera de esta tradición extraordinariamente antigua, Cleopatra quiso,
               por encima de todo, que su dinastía tuviera un futuro. En la pared trasera del

               templo  se  la  representó  al  lado  de  su  hijo,  Ptolomeo  XV  Cesarión,  haciendo

               ofrendas  a  los  dioses  como  sus  reales  antepasados  habían  hecho  durante  tres
               milenios. Si ella era Isis-Hathor, la madre divina, él sería Horus, el hijo vengador

               de un padre asesinado que se alzaría glorioso y gobernaría Egipto como un gran

               rey.

                  Pero,  como  ocurriría  con  tantas  de  las  esperanzas  de  Cleopatra,  el  destino
               tenía otros planes. Cesarión  fue  eliminado por Octavio a  los pocos días de la

               caída de Alejandría. No habría ningún futuro para la dinastía ptolemaica; ni para
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