Page 173 - Alvar, J. & Blázquez, J. M.ª (eds.) - Héroes y antihéroes en la Antigüedad clásica
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La derrota de Catilina en el 63 cerraba todos sus intentos de alcan­
       zar un alto cargo del Estado por medios legales. El rechazo de la asam­
       blea popular lo  convertía en un hombre políticamente muerto,  del
       que incluso sus fanatizados partidarios se estaban distanciando. Y Ca­
       tilina justifica su proceder en última instancia con la defensa de  su
       prestigio, de su dignitas, herida por la perversa acción de sus adversa­
       rios. En su justificación, un régimen que ha permitido elevarse a gen­
       te indigna en rango y prestigio y que, por el contrario, deshonra a per­
       sonalidades que lo han merecido, ya no tiene el derecho de hablar en
       nombre de la mayoría. Es intrascendente que sus oponentes, el propio
       cónsul y, tras él, el senado, sean, en última instancia, los representan­
       tes del poder legal, porque, de acuerdo con esa argumentación, no los
       reconoce como tales, sino sólo como exponentes de la factio paucorum.
          Vimos cómo, en las postrimerías de Sila, se habían levantado vo­
       ces contra esta tiranía, que los tribunos populares de los años 70 harán
       oír con mayor virulencia. Pero estas expresiones verbales, más o me­
       nos desvinculadas de contenido,  Catilina las retomará para sacar de
       ellas consecuencias directas para la política práctica.
          Lo que presta a esta justificación de Catilina su verdadero signifi­
       cado histórico, lo realmente inquietante,  es  que no fueron otros los
       motivos esgrimidos por César en el 49 ante sus soldados en el paso del
       Rubicón, al instarles a defender su nombre y su dignidad frente a los
       ataques de sus enemigos, y proclamando, como meta de su lucha, la li­
       beración de la respublica contra el dominio de los pauci. Así, bajo la uti­
       lización de intereses generales, la legítima preservación de la dignitas,
       una aspiración originariamente personal, esencial en el ideario aristo­
       crático romano, se eleva al rango de problema político. En las normas
       de la tardía República, la imposibilidad para las grandes personalida­
       des de preservar una dignitas, cimentada en acciones que superan las
       posibilidades de las magistraturas regulares —y es también el caso de
       Pompeyo—, termina por adoptar como medida de acción política las
       propias apetencias individuales, por encima de las cuales ya no se re­
       conoce otra autoridad. Hay, pues, una línea directa de pensamiento de
       Catilina a César que debía conducir necesariamente a la revolución.


       La factio catilinaria

          Un segundo tema digno de atención es el que se refiere a los estra­
       tos que apoyaron el movimiento. Cicerón los clasifica en cinco gran­
       des grupos: ricos llenos de deudas, deudores que esperan lograr el po­

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