Page 167 - El Retorno del Rey
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atacándonos, tal vez no me habría mostrado a él. Apenas me alcanzó el tiempo
para acudir en vuestra ayuda.
—Pero ¿cómo? —preguntó Éomer—. Todo es en vano, dices, si él tiene el
Anillo. ¿Por qué no pensaría Sauron que es en vano atacarnos, si nosotros lo
tenemos?
—Porque aún no está seguro —dijo Gandalf—, y no ha edificado su poder
esperando a que el enemigo se fortaleciese, como hemos hecho nosotros.
Además, no podíamos aprender en un día a manejar la totalidad del poder. En
verdad, un amo, sólo uno, puede usar el Anillo; y Sauron espera un tiempo de
discordia, antes que entre nosotros uno de los grandes se proclame amo y señor y
prevalezca sobre los demás. En ese intervalo, si actúa pronto, el Anillo podría
ayudarle.
» Ahora observa. Ve y oye muchas cosas. Los Nazgûl están aún fuera de
Mordor. Volaron por encima de este campo antes del alba, aunque pocos entre los
vencidos por el sueño o la fatiga de la batalla los hayan visto. Y estudia los signos:
la espada que lo despojó del tesoro forjada de nuevo; los vientos de la fortuna
girando a nuestro favor, con el fracaso inesperado del primer ataque; la caída del
Gran Capitán.
» En este mismo momento la duda crece en él mientras estamos aquí
deliberando. Y el Ojo apunta hacia aquí, ciego casi a toda otra cosa. Y así
tenemos que mantenerlo: fijo en nosotros. Es nuestra única esperanza. He aquí,
por lo tanto, mi consejo. No tenemos el Anillo. Sabios o insensatos, lo hemos
enviado lejos, para que sea destruido, y no nos destruya. Y sin él no podemos
derrotar con la fuerza la fuerza de Sauron. Pero es preciso ante todo que el Ojo
del Enemigo continúe apartado del verdadero peligro que lo amenaza. No
podemos conquistar la victoria con las armas, pero con las armas podemos
prestar al Portador del Anillo la única ayuda posible, por frágil que sea.
» Así lo comenzó Aragorn, y así hemos de continuar nosotros: hostigando a
Sauron hasta el último golpe; atrayendo fuera del país las fuerzas secretas de
Mordor, para que quede sin defensas. Tenemos que salir al encuentro de Sauron.
Tenemos que convertirnos en carnada, aunque las mandíbulas de Sauron se
cierren sobre nosotros. Y morderá el cebo, pues esperanzado y voraz creerá
reconocer en nuestra temeridad el orgullo del nuevo Señor del Anillo. Y dirá: —
¡Bien! Estira el cuello demasiado pronto y se acerca más de lo prudente. Que
continúe así, y ya veréis cómo yo le tiendo una trampa de la que no podrá
escapar. Entonces lo aplastaré, y lo que ha tomado con insolencia, será mío otra
vez y para siempre.
» Hacia esa trampa hemos de encaminarnos con entereza y los ojos bien
abiertos, y hay pocas esperanzas para nosotros. Porque es probable, señores, que
todos perezcamos en una negra batalla lejos de las tierras de los vivos, y que aún
en el caso de que Barad-dûr sucumba, no vivamos para ver una nueva era. Sin