Page 174 - El Retorno del Rey
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oprimidos, desde el más encumbrado al más humilde, y a cada milla que
avanzaban hacia el norte, más pesaban sobre ellos unos presentimientos funestos.
Al final del segundo día de marcha desde la Encrucijada tuvieron por primera
vez la oportunidad de una batalla: una poderosa hueste de orcos y hombres del
Este intentó hacer caer en una emboscada a las primeras compañías; el paraje
era el mismo en que Faramir había acechado a los hombres de Harad, y el
camino atravesaba una estribación de las montañas orientales y penetraba en una
garganta estrecha. Pero los Capitanes del Oeste, oportunamente prevenidos por
los batidores —un grupo de hombres avezados bajo la conducción de Mablung—
los hicieron caer en su propia trampa: desplegando la caballería en un
movimiento envolvente hacia el oeste, los sorprendieron por el flanco y por la
retaguardia, destruyéndolos, u obligándolos a huir a las montañas.
Sin embargo, la victoria no fue suficiente para reconfortar a los Capitanes.
—No es más que una treta —dijo Aragorn—. Lo que se proponían, sospecho,
no era causarnos grandes daños, no por ahora, sino darnos una falsa impresión de
debilidad, e inducirnos a seguir adelante.
Y esa noche volvieron los Nazgûl, y a partir de entonces vigilaron cada uno
de los movimientos del ejército. Volaban siempre a gran altura, invisibles a los
ojos de todos excepto los de Legolas, pero una sombra más profunda, un
oscurecimiento del sol los delataba. Y si bien no se abatían sobre sus enemigos, y
se limitaban a acecharlos en silencio, sin un solo grito, un miedo invencible los
dominaba a todos.
Así transcurría el tiempo y con él el viaje sin esperanzas. En el cuarto día de
marcha desde la Encrucijada y el sexto desde Minas Tirith llegaron a los
confines de las tierras fértiles y comenzaron a internarse en los páramos que
precedían a las puertas del Morannon en el Paso de Cirith Gorgor; y divisaron los
pantanos, y el desierto que se extendía al norte y al oeste hasta los Emyn Muil.
Era tal la desolación de aquellos parajes, tan profundo el horror, que una parte
del ejército se detuvo amilanada, incapaz de continuar avanzando hacia el norte,
ni a pie ni a caballo.
Aragorn los miró, no con cólera sino con piedad: porque todos eran hombres
jóvenes de Rohan, del Lejano Folde Oeste, o labriegos venidos desde Lossarnach,
para quienes Mordor había sido desde la infancia un nombre maléfico, y a la vez
irreal, una leyenda que no tenía relación con la sencilla vida campesina; y ahora
se veían a sí mismos como imágenes de una pesadilla hecha realidad, y no
comprendían esta guerra ni por qué el destino los había puesto en semejante
trance.
—¡Volved! —les dijo Aragorn—. Pero tened al menos un mínimo de
dignidad, y no huyáis. Y hay una misión que podríais cumplir para atenuar en