Page 230 - El Retorno del Rey
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desparramó por el suelo.
—Listo, ya no seré más un orco —gritó—, ni llevaré arma alguna, hermosa o
aborrecible. ¡Que me capturen, si quieren!
Sam lo imitó, dejando a un lado los atavíos orcos; luego vació la mochila. De
algún modo, les había tomado apego a todas las cosas que llevaba, acaso por la
simple razón de que lo habían acompañado en un viaje tan largo y penoso. De lo
que más le costó desprenderse fue de los enseres de cocina. Los ojos se le
llenaron de lágrimas.
—¿Se acuerda de aquella presa de conejo, señor Frodo? —dijo—. ¿Y de
nuestro refugio abrigado en el país del Capitán Faramir, el día que vi el olifante?
—No, Sam, temo que no —dijo Frodo—. Sé que esas cosas ocurrieron, pero
no puedo verlas. Ya no me queda nada, Sam: ni el sabor de la comida, ni la
frescura del agua, ni el susurro del viento, ni el recuerdo de los árboles, la hierba
y las flores, ni la imagen de la luna y las estrellas. Estoy desnudo en la oscuridad,
Sam, y entre mis ojos y la rueda de fuego no queda ningún velo. Hasta con los
ojos abiertos empiezo a verlo ahora, mientras todo lo demás se desvanece.
Sam se acercó y le besó la mano.
—Entonces, cuanto antes nos libremos de él, más pronto descansaremos —
dijo con la voz entrecortada, no encontrando palabras mejores—. Con hablar no
remediamos nada —murmuró para sus adentros, mientras recogía todos los
objetos que habían decidido abandonar. No le entusiasmaba la idea de dejarlos
allí, en medio de aquel páramo, expuestos a la vista de vaya a saber quién—. Por
lo que oí decir, el hediondo se birló una cota de orco, y ahora sólo falta que
complete sus avíos con una espada. Como si sus manos no fueran ya bastante
peligrosas cuando están vacías. ¡Y no permitiré que ande toqueteando mis
cacerolas!
Llevó entonces todos los utensilios a una de las muchas fisuras que surcaban
el terreno y los echó allí. El ruido que hicieron las preciosas marmitas al caer en
la oscuridad resonó en el corazón del hobbit como una campanada fúnebre.
Regresó, y cortó un trozo de la cuerda élfica para que Frodo se ciñera la capa
gris alrededor del talle. Enrolló con cuidado lo que quedaba y lo volvió a guardar
en la mochila. Aparte de la cuerda, sólo conservó los restos del pan del camino y
la cantimplora; y también a Dardo, que aún le pendía del cinturón; y ocultos en
un bolsillo de la túnica, junto a su pecho, el frasco de Galadriel y la cajita que le
había regalado la Dama.
Y ahora por fin emprendieron la marcha de cara a la montaña, ya sin pensar en
ocultarse, empeñados, a pesar de la fatiga y la voluntad vacilante, en el esfuerzo
único de seguir y seguir. En la penumbra de aquel día lóbrego, aun en aquella
tierra siempre alerta, pocos hubieran sido capaces de descubrir la presencia de