Page 232 - El Retorno del Rey
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murmuró, mientras el viejo nombre le volvía a la memoria. « Pues bien, si el
Amo sabe cómo encontrarlas, yo no lo sé.»
« ¡Ahí lo tienes!» , llegó la respuesta. « Todo es completamente inútil. Él
mismo lo dijo. Tú eres el tonto, tú que sigues afanándote, siempre con
esperanzas. Hace días que podías haberte echado a dormir junto a él, si no
estuvieras tan emperrado. De todos modos te espera la muerte, o algo peor aún.
Tanto da que te acuestes ahora y te des por vencido. Nunca llegarás a la cima.»
« Llegaré, aunque deje todo menos los huesos por el camino. Y llevaré al
señor Frodo a cuestas, aunque me rompa el lomo y el corazón. ¡Así que basta de
discutir!»
En aquel momento Sam sintió temblar la tierra bajo sus pies y oyó o sintió un
rumor prolongado, profundo y remoto, como de un trueno prisionero en las
entrañas de la tierra. Una llama roja centelleó un instante por debajo de las
nubes, y se extinguió. También la montaña dormía intranquila.
Llegó la última etapa del viaje al Orodruin, y fue un tormento mucho mayor que
todo cuanto Sam se había creído capaz de soportar. Se sentía enfermo y tenía la
garganta tan reseca que no podía tragar un solo bocado. La oscuridad no
cambiaba, no sólo a causa de los humos de la montaña: una tormenta parecía a
punto de estallar, y a lo lejos, en el sudeste, los relámpagos estriaban el cielo
encapotado. Para colmo de males el aire estaba impregnado de vapores; respirar
era doloroso y difícil, y aturdidos como estaban, tropezaban y caían con
frecuencia. Aun así, no cedían, y proseguían la penosa marcha.
La montaña crecía y crecía, cada vez más cercana, tan cercana que cuando
levantaban las pesadas cabezas, no veían otra cosa que una enorme mole de
ceniza y escoria y roca calcinada, y en el centro un cono de flancos empinados
que trepaba hasta las nubes. Antes que la luz crepuscular de todo aquel día se
extinguiera para dar paso a una noche real, los hobbits habían llegado
arrastrándose y tropezando a la base misma de la montaña.
Frodo jadeó y se dejó caer. Sam se sentó junto a él. Descubrió sorprendido
que se sentía cansado pero ligero, y la cabeza parecía habérsele despejado. Ya
no le turbaban la mente nuevas discusiones. Conocía todas las argucias de la
desesperación, y no les prestaba oídos. Estaba decidido, y sólo la muerte podría
detenerlo. Ya no sentía ni el deseo ni la necesidad de dormir, sino la de
mantenerse alerta. Sabía que ahora todos los azares y peligros convergían hacia
un punto: el día siguiente sería un día decisivo, el día del esfuerzo final o del
desastre, el último aliento.
Pero ¿cuándo llegaría? La noche parecía interminable e intemporal; los
minutos morían uno tras otro para formar una hora que no traía ningún cambio.
Sam se preguntó si aquello no sería el comienzo de una nueva oscuridad, si la luz