Page 225 - El Retorno del Rey
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El Monte del Destino
Sam se quitó la andrajosa capa de orco y la deslizó debajo de la cabeza de su
amo; luego abrigó su cuerpo y el de Frodo con el manto gris de Lorien; y
mientras lo hacía recordó de nuevo aquella tierra maravillosa y a la hermosa
gente, confiando contra toda esperanza que el paño tejido por las manos élficas
tendría la virtud de esconderlos en ese páramo aterrador. Los gritos y rumores de
la refriega se fueron alejando a medida que las tropas se internaban en la
Garganta de Hierro. Al parecer, en medio de la confusión y el tumulto la
desaparición de los hobbits había pasado inadvertida, al menos por el momento.
Sam tomó un sorbo de agua, pero consiguió que Frodo también bebiera, y no
bien lo vio algo recobrado le dio una oblea entera del precioso pan del camino y
lo obligó a comerla. Entonces, demasiado rendidos hasta para sentir miedo, se
echaron a descansar. Durmieron durante un rato, pero con un sueño intranquilo y
entrecortado; el sudor se les helaba contra la piel, y las piedras duras les mordían
la carne; y tiritaban de frío. Desde la Puerta Negra en el norte y a través de
Cirith Ungol corría susurrando a ras del suelo un soplo cortante y glacial.
Con la mañana volvió la luz gris; pues en las regiones altas soplaba aún el
viento del oeste, pero abajo, sobre las piedras y en los recintos de la Tierra
Tenebrosa, el aire parecía muerto, helado, y a la vez sofocante. Sam se asomó a
mirar. Todo alrededor el paisaje era chato, pardo y tétrico. En los caminos
próximos nada se movía; pero Sam temía los ojos avizores del muro de la
Garganta de Hierro, a apenas unas doscientas yardas de distancia hacia el norte.
Al sudeste, lejana como una sombra oscura y vertical, se erguía la Montaña. Y
de ella brotaban humaredas espesas, y aunque las que trepaban a las capas
superiores del aire se alejaban a la deriva rumbo al este, alrededor de los flancos
rodaban unos nubarrones que se extendían por toda la región. Algunas millas más
al noreste se elevaban como fantasmas grises y sombríos los contrafuertes de los
Montes de Ceniza, y por detrás de ellos, como nubes lejanas apenas más oscuras
que el cielo sombrío, asomaban envueltas en brumas las cumbres septentrionales.
Sam trató de medir las distancias y de decidir qué camino les convendría
tomar.
—Yo diría que hay por lo menos unas cincuenta millas —murmuró,
preocupado, mientras contemplaba la montaña amenazadora—, y si es un trecho
que en condiciones normales se recorre en un día, a nosotros, en el estado en que
se encuentra el señor Frodo, nos llevará una semana. —Movió la cabeza, y
mientras reflexionaba, un nuevo pensamiento sombrío creció poco a poco en él.
La esperanza nunca se había extinguido por completo en el corazón animoso y
optimista de Sam, y hasta entonces siempre había confiado en el retorno. Pero
ahora, de pronto, veía a todas luces la amarga verdad: en el mejor de los casos