Page 220 - El Retorno del Rey
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Algunas  millas  más  al  norte,  en  el  ángulo  en  que  el  espolón  del  oeste  se
      desprendía  de  la  cadena  principal,  se  levantaba  el  viejo  castillo  de  Durthang,
      convertido  ahora  en  una  de  las  numerosas  fortalezas  orcas  que  se  apiñaban
      alrededor  del  valle  de  Udûn.  Y  desde  él,  visible  ya  a  la  luz  creciente  de  la
      mañana, un camino descendía serpenteando, hasta que a sólo una milla o dos de
      donde  estaban  los  hobbits,  doblaba  al  este  y  corría  a  lo  largo  de  una  cornisa
      cortada en el flanco del espolón, y continuaba en descenso hacia la llanura, para
      desembocar en la Garganta de Hierro.
        Mirando esta escena, a los hobbits les pareció de pronto que el largo viaje al
      norte  había  sido  inútil.  En  la  llanura  que  se  extendía  a  la  derecha  envuelta  en
      brumas  y  humos,  no  se  veían  campamentos  ni  tropas  en  marcha;  pero  toda
      aquella región estaba bajo la vigilancia de los fuertes de Carach Angren.
        —Hemos llegado a un punto muerto, Sam —dijo Frodo—. Si continuamos,
      sólo llegaremos a esa torre orca; pero el único camino que podemos tomar es el
      que baja de la torre… a menos que volvamos por donde vinimos. No podemos
      trepar hacia el oeste, ni descender hacia el este.
        —En ese caso tendremos que seguir por el camino, señor Frodo —dijo Sam
      —. Tendremos que seguirlo y tentar fortuna. Si hay fortuna en Mordor. Ahora da
      igual  que  nos  rindamos  o  que  intentemos  volver.  La  comida  no  nos  alcanzará.
      ¡Tendremos que darnos prisa!
        —Está bien, Sam —dijo Frodo—. ¡Guíame! Mientras te quede una esperanza.
      A  mí  no  me  queda  ninguna.  Pero  no  puedo  darme  prisa,  Sam.  A  duras  penas
      podré arrastrarme detrás de ti.
        —Antes  de  seguir  arrastrándose,  necesita  dormir  y  comer,  señor  Frodo.
      Vamos, aproveche lo que pueda.
        Le dio a Frodo agua y una oblea de pan del camino, y quitándose la capa
      improvisó  una  almohada  para  la  cabeza  de  su  amo.  Frodo  estaba  demasiado
      agotado para discutir, y Sam no le dijo que había bebido la última gota de agua, y
      que había comido la otra ración además de la propia. Cuando Frodo se durmió,
      Sam se inclinó sobre él y lo oyó respirar y le examinó el rostro. Estaba ajado y
      enflaquecido,  y  sin  embargo,  ahora  mientras  dormía  parecía  tranquilo  y  sin
      temores.
        —¡Bueno,  amo,  no  hay  más  remedio!  —murmuró  Sam—.  Tendré  que
      abandonarlo  un  rato  y  confiar  en  la  suerte.  Agua  vamos  a  necesitar,  o  no
      podremos seguir adelante.
        Sam salió con sigilo del escondite, y saltando de piedra en piedra con más
      cautela de la habitual en los hobbits, descendió hasta el lecho seco del arroyo y lo
      siguió por un trecho en su ascenso hacia el norte, hasta que llegó a los escalones
      de  roca  donde  antaño  el  manantial  se  precipitaba  sin  duda  en  una  pequeña
      cascada. Ahora todo parecía seco y silencioso; pero Sam no se dio por vencido:
      inclinó  la  cabeza  y  escuchó  deleitado  un  susurro  cristalino.  Trepando  algunos
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