Page 222 - El Retorno del Rey
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No  era  un  camino  ancho,  y  no  tenía  ni  muro  ni  parapeto,  y  a  medida  que
      avanzaba, la caída a pique a lo largo del borde era cada vez más profunda. No
      oían que nada se moviera, y luego de escuchar un rato partieron con paso firme
      rumbo al este.
        Después  de  unas  doce  millas  de  marcha,  se  detuvieron.  Detrás,  el  camino
      describía  una  ligera  curva  hacia  el  norte,  y  las  tierras  que  acababan  de  dejar
      atrás ya no se veían. Esta circunstancia resultó desastrosa. Descansaron algunos
      minutos  y  otra  vez  se  pusieron  en  camino;  pero  habían  avanzado  unos  pocos
      pasos  cuando  en  el  silencio  de  la  noche  oyeron  de  pronto  el  ruido  que  habían
      estado  temiendo  en  secreto:  un  rumor  de  pasos  en  marcha.  Parecían  no  estar
      muy cerca todavía, pero al volver la cabeza Frodo y Sam vieron el chisporroteo
      de  las  antorchas,  que  ya  habían  pasado  la  curva  a  menos  de  una  milla,  y  se
      acercaban con rapidez: con demasiada rapidez para que Frodo escapara a todo
      correr por el camino.
        —Me lo temía, Sam —dijo Frodo—. Hemos confiado en nuestra buena suerte
      y  nos  ha  traicionado.  Estamos  atrapados.  —Miró  con  desesperación  el  muro
      amenazante;  los  constructores  de  caminos  de  antaño  habían  cortado  la  roca  a
      pique a muchas brazas de altura. Corrió al otro lado y se asomó a un precipicio
      de tinieblas—. ¡Nos han atrapado al fin! —dijo. Se dejó caer en el suelo al pie de
      la pared rocosa y hundió la cabeza entre los hombros.
        —Así parece —dijo Sam—. Bueno, no nos queda más remedio que esperar y
      ver.
        Y se sentó junto a Frodo a la sombra del acantilado.
        No tuvieron que esperar mucho. Los orcos avanzaban a grandes trancos. Los
      de  las  primeras  filas  llevaban  antorchas.  Y  se  acercaban:  llamas  rojas  que
      crecían rápidamente en la oscuridad. Ahora también Sam inclinó la cabeza, con
      la esperanza de que no se le viera la cara cuando llegasen las antorchas; y apoyó
      los escudos contra las rodillas de ambos, para que les ocultasen los pies.
        « ¡Ojalá lleven prisa y pasen de largo, dejando en paz a un par de soldados
      fatigados!» , pensó.
        Y  al  parecer  iban  a  pasar  de  largo.  La  vanguardia  orca  llegó  trotando,
      jadeante,  con  las  cabezas  gachas.  Era  una  banda  de  la  raza  más  pequeña,
      arrastrados a pelear en las guerras del Señor Oscuro: no querían otra cosa que
      terminar de una vez con aquella marcha forzada y esquivar los latigazos. Con
      ellos, corriendo de arriba abajo a lo largo de la fila, iban dos de los corpulentos y
      feroces uruks, blandiendo los látigos y vociferando órdenes. Marchaban, fila tras
      fila;  la  delatadora  luz  de  las  antorchas  empezaba  a  alejarse.  Sam  contuvo  el
      aliento. Ya más de la mitad de la compañía había pasado. De pronto uno de los
      uruks descubrió las dos figuras acurrucadas a la vera del camino. Hizo chasquear
      el látigo y los increpó:
        —¡Eh, vosotros! ¡Arriba! No le respondieron y detuvo con un grito a toda la
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