Page 68 - El Retorno del Rey
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Empinado como una escalera, trepaba en idas y venidas. Los caballos podían
subir por él, y hasta arrastrar lentamente las carretas; pero ningún enemigo podía
salirles al paso, a no ser por el aire, si estaba defendido desde arriba. En cada
recodo del camino, se alzaban unas grandes piedras talladas, enormes figuras
humanas de miembros pesados, sentadas en cuclillas con las piernas cruzadas, los
brazos replegados sobre los vientres prominentes. Algunas, desgastadas por los
años, habían perdido todas las facciones, excepto los agujeros sombríos de los
ojos que aún miraban con tristeza a los viajeros. Los jinetes no les prestaron
ninguna atención. Los llamaban los hombres Púkel, y apenas se dignaron
mirarlos: ya no eran ni poderosos ni terroríficos. Merry en cambio contemplaba
con extrañeza y casi con piedad aquellas figuras que se alzaban
melancólicamente en las sombras del crepúsculo.
Al cabo de un rato volvió la cabeza y advirtió que se encontraba ya a varios
centenares de pies por encima del valle, pero abajo y a lo lejos aún alcanzaba a
distinguir la ondulante columna de jinetes que cruzaba el vado y marchaba a lo
largo del camino, hacia el campamento preparado para ellos. Sólo el rey y su
escolta subirían al Baluarte.
La comitiva del rey llegó por fin a una orilla afilada, y el camino ascendente
penetró en una brecha entre paredes rocosas, subió una cuesta corta y
desembocó en una vasta altiplanicie. Firienfeld la llamaban los hombres: una
meseta cubierta de hierbas y brezales, que dominaba los lechos profundamente
excavados del Río Nevado, asentada en el regazo de las grandes montañas: el
Pico Afilado al sur, la dentada mole del Irensaga, y entre ambos, de frente a los
jinetes, el muro negro y siniestro del Dwimor, el Monte de los Espectros, que se
elevaba entre pendientes empinadas de abetos sombríos. La meseta estaba
dividida en dos por una doble hilera de piedras erectas e informes que se
encogían en la oscuridad y se perdían entre los árboles. Quienes osaban tomar
ese camino llegarían muy pronto al tenebroso Bosque Sombrío al pie del
Dwimor, a la amenaza del pilar de piedra y a la sombra bostezante de la puerta
prohibida.
Tal era el oscuro refugio que llamaban el Baluarte del Sagrario, obra de
hombres olvidados en un pasado remoto. El nombre de esas gentes se había
perdido, y ninguna canción, ninguna leyenda lo recordaba. Con qué propósito
habían construido este lugar, si como ciudad, o templo secreto o para tumba de
reyes, nadie hubiera podido decirlo. Allí habían sobrellevado las penurias de los
Años Oscuros, antes que llegase a las costas occidentales el primer navío, antes
aún que los Dúnedain fundaran el reino de Gondor; y ahora habían desaparecido,
y allí sólo quedaban los hombres Púkel, eternamente sentados en los recodos del
sendero.
Merry observaba con ojos azorados el desfile de las piedras: negras y