Page 82 - El Retorno del Rey
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A eso de la hora undécima, liberado al fin por un rato de las obligaciones del
servicio, Pippin salió en busca de comida y bebida, algo que lo animara e hiciese
más soportable la espera. En el rancho se encontró nuevamente con Beregond,
que acababa de regresar de una misión del otro lado del Pelennor, en las Torres
de la Guardia del Terraplén. Pasearon juntos sin alejarse de los muros, pues en
los recintos cerrados Pippin se sentía como prisionero, y hasta el aire de la alta
ciudadela le parecía sofocante. Y otra vez se sentaron en el antepecho de la
tronera que miraba al este, donde se habían entretenido la víspera, comiendo y
hablando.
Era la hora del crepúsculo, pero ya el enorme palio había avanzado muy
lejos en el oeste, y un instante apenas, al hundirse por fin en el Mar, logró el sol
escapar para lanzar un breve rayo de adiós antes de dar paso a la noche, el
mismo rayo que Frodo, en la Encrucijada, veía en ese momento en la cabeza del
rey caído. Pero para los campos del Pelennor, a la sombra del Mindolluin, nada
resplandecía: todo era pardo y lúgubre.
Pippin tenía la impresión de que habían pasado años desde la primera vez que
se había sentado allí, en un tiempo ya a medias olvidado, cuando todavía era un
hobbit, un viajero despreocupado, indiferente a los peligros que había atravesado
hacía poco. Ahora era un pequeño soldado, un soldado entre muchos otros en una
ciudad que se preparaba para soportar un gran ataque, y vestía las ropas nobles
pero sombrías de la Torre de la Guardia.
En otro momento y en otro lugar, tal vez Pippin habría aceptado de buen
grado ese nuevo atuendo, pero ahora sabía que no estaba representando un papel
en una comedia; estaba, seria e irremisiblemente al servicio de un amo severo
que corría un gravísimo peligro. El plaquín lo agobiaba, y el yelmo le pesaba
sobre la cabeza. Se había quitado la capa y la había puesto sobre la piedra del
asiento. Apartó los ojos fatigados de los campos sombríos y bostezó, y luego
suspiró.
—¿Estás cansado del día de hoy? —le preguntó Beregond.
—Sí —dijo Pippin—, muy cansado: cansado de la inactividad y la espera. He
estado de plantón a la puerta de la cámara de mi señor durante horas
interminables, mientras él discutía con Gandalf y el Príncipe y otros grandes. Y
no estoy acostumbrado, maese Beregond, a servir con hambre la mesa de otros.
Es una prueba muy dura para un hobbit. Has de pensar sin duda que tendría que
sentirme profundamente honrado. Pero ¿para qué quiero un honor semejante? Y
a decir verdad ¿para qué comer y beber bajo esta sombra invasora? ¿Qué
significa? ¡El aire mismo parece espeso y pardo! ¿Son frecuentes aquí estos
oscurecimientos cuando el viento sopla en el Este?
—No —dijo Beregond—. Esta no es una oscuridad natural del mundo. Es
algún artificio creado por la malicia del enemigo; alguna emanación de la
Montaña de Fuego, que envía para ensombrecer los corazones y las