Page 83 - El Retorno del Rey
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deliberaciones. Y lo consigue por cierto. Ojalá vuelva el Señor Faramir. Él no se
dejaría amilanar. Pero ahora, ¡quién sabe si alguna vez podrá regresar de la
Oscuridad a través del río!
—Sí —dijo Pippin—. Gandalf también está impaciente. Fue una decepción
para él, creo, no encontrar aquí a Faramir. Y Gandalf ¿por dónde andará? Se
retiró del consejo del Señor antes de la comida de mediodía, y no de buen
humor, me pareció. Quizá tenga el presentimiento de alguna mala nueva.
De pronto, mientras hablaban, enmudecieron de golpe; inmóviles, paralizados,
convertidos de algún modo en dos piedras que escuchaban. Pippin se tiró al suelo,
tapándose los oídos con las manos; pero Beregond, que mientras hablaba de
Faramir había estado mirando a lo lejos por encima del parapeto almenado, se
quedó donde estaba, tieso, los ojos desencajados. Pippin conocía aquel grito
estremecedor: era el mismo que mucho tiempo atrás había oído en los Marjales
de la Comarca; pero ahora había crecido en potencia y en odio, y atravesaba el
corazón con una venenosa desesperanza. Al fin Beregond habló, con un esfuerzo.
—¡Han llegado! dijo. ¡Atrévete y mira! Hay cosas terribles allá abajo.
Pippin se encaramó de mala gana en el asiento y asomó la cabeza por
encima del muro. Abajo el Pelennor se extendía en las sombras e iba a perderse
en la línea adivinada apenas del Río Grande. Pero ahora, girando
vertiginosamente sobre los campos como sombras de una noche intempestiva,
vio a media altura cinco formas de pájaros, horripilantes como buitres, pero más
grandes que águilas, y crueles como la muerte. Ya bajaban de pronto,
aventurándose hasta ponerse casi al alcance de los arqueros apostados en el
muro, ya se alejaban volando en círculos.
—¡Jinetes Negros! —murmuró Pippin—. ¡Jinetes Negros del aire! ¡Pero
mira, Beregond! —exclamó—. ¡Están buscando algo! ¡Mira cómo vuelan y
descienden, siempre hacia el mismo punto! ¿Y no ves algo que se mueve en el
suelo? Formas oscuras y pequeñas. ¡Sí, hombres a caballo: cuatro o cinco! ¡Ah,
no lo puedo soportar! ¡Gandalf! ¡Gandalf! ¡Socorro!
Otro alarido largo vibró en el aire y se apagó, y Pippin, jadeando como un
animal perseguido, se arrojó de nuevo al suelo y se acurrucó al pie del muro.
Débil, y aparentemente remota a través de aquel grito escalofriante, tremoló
desde abajo la voz de una trompeta y culminó en una nota aguda y prolongada.
—¡Faramir! ¡El Señor Faramir! ¡Es su llamada! gritó Beregond. ¡Corazón
intrépido! ¿Pero cómo podrá llegar a la Puerta, si esos halcones inmundos e
infernales cuentan con otras armas además del terror? ¡Pero míralos! ¡No se
arredran! Llegarán a la Puerta. ¡No! Los caballos se encabritan. ¡Oh! Arrojan al
suelo a los jinetes; ahora corren a pie. No, uno sigue montado, pero retrocede
hacia los otros. Tiene que ser el capitán: él sabe cómo dominar a las bestias y a