Page 123 - Vive Peligrosamente
P. 123

–Pero podemos comer  todos juntos. No puedo negar que estamos
          hambrientos.
            Instintivamente recordé que tenía a  mi cargo un  grupo de  prisioneros
          servios. Procedimos a alojarlos en un viejo edificio  y un veterano del
          Ejército austro–húngaro se hizo cargo de su custodia.
            Me dirigí, con mis hombres, a la casa del maestro llevando conmigo a
          los cinco oficiales, que fueron encerrados en una habitación. Seguidamente,
          el pueblo en masa nos trajo lo que había preparado para nosotros. Apenas
          había espacio en las improvisadas mesas para la inmensa cantidad de
          fuentes y platos llenos de  manjares: a pesar de que fueron colocados
          formando dos y hasta tres pisos. Aunque los habitantes del pueblo carecían
          de fantasía; todos los guisos eran iguales.
            Los "notables" de la localidad tomaron asiento junto a nosotros, en tanto
          que el resto de la población se apiñaba en el patio, ante la puerta y ante las
          ventanas de la casa.
            No exagero si digo que comimos durante tres horas seguidas. No se nos
          concedió ni un minuto de reposo. Se nos obligó a saborear todos los platos
          y catar todos los vinos. Nuestros carrillos, abultados por la comida, no nos
          permitían contestar a la avalancha de preguntas que se nos hacía, y creo que
          no habríamos podido soportar tan dura como  agradable prueba si no
          hubiese abundado el coñac. Cuando, finalmente, pude decir que ya
          habíamos comido bastante, apenas me quedaban fuerzas para hablar.
            Noté que aquel grupo de alemanes, que vivía en  el extranjero desde
          hacía años, había idealizado la nueva Alemania. Sentían verdaderas ansias
          por saber todos los detalles, por sentirse como una parte de su lejana patria.
          Procuré satisfacer sus deseos, y les expliqué todo lo bueno y hermoso. Me
          oyeron boquiabiertos, faltos de aliento, sin interrumpirme ni un solo
          momento. Hasta se dio el caso de que una muchacha paralítica, que había
          expresado su deseo de ver a "los hermanos de su patria", fue llevada, con
          cama y todo, a la estancia donde estábamos.
            No nos resultó fácil separarnos de aquellas amabilísimas gentes, pero "el
          deber es el deber" y "el coñac es el coñac", según dice un viejo proverbio.
          Por ello,  nos vimos  obligados a despedirnos, prometiendo  que
          regresaríamos algún día. Sabíamos, sentíamos que siempre seríamos bien
          recibidos.
            No pudimos impedir que llenaran tres inmensos cajones con todas las
          viandas que habían sobrado, ni que nos obligasen a llevárnoslos. Cuando
          llegamos a nuestros vehículos, comprobamos que los cajones ya habían
   118   119   120   121   122   123   124   125   126   127   128