Page 130 - Vive Peligrosamente
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el general en jefe pronunció un discurso ante todos los oficiales reunidos.
Me vienen a la memoria sus palabras llenas de optimismo. Dijo:
–Firmaremos un nuevo Tratado de Paz en Moscú dentro de unas pocas
semanas.
Yo me pregunté a mí mismo si creía, realmente, en lo que decía, o se
limitaba simplemente a animarnos. No obstante, sus palabras contagiaron
de optimismo a la tropa y le dio ánimos para hacer frente a lo que se
avecinaba.
Un elevadísimo número de soldados alemanes se han encontrado, en
uno u otro momento de sus vidas, en la misma situación que nos
encontrábamos nosotros. Seguramente se les encogió el corazón al pensar
que se veían obligados a conquistar un territorio extensísimo, casi
ilimitado, casi sin confines...
Ahora, después de las experiencias vividas, puedo afirmar que no es
fácil conocer el alma –¡la verdadera alma!– de los rusos. Es profunda,
variable, insospechada. ¡Exactamente igual que sus inmensas estepas, sus
gigantescos ríos, las inclemencias de su clima y la agobiante visión de las
soledades de sus paisajes
Estoy convencido de que muchos generales del Alto Estado Mayor
tendrán que trabajar durante años enteros, antes de poder enjuiciar de una
forma objetiva todas las vicisitudes y pormenores de aquella extraordinaria
campaña. Por ello, creo que debo limitarme a relatar algunos de los
acontecimientos de los que fui testigo en unión de mis hombres.
A las doce de la noche del 22 de junio de 1941, todas las baterías y las
de las otras posiciones estaban a punto para desencadenar el ataque. Todos
estábamos excitadísimos, cosa muy natural, ya que nadie ignoraba la
excepcional magnitud de la empresa. Debo decir que noté algo extraño,
algo indiferente a lo que flotaba en el aire en otras ocasiones. Dos soldados
cuchicheaban en la oscuridad; otro dormía boca arriba y tenía aferrado el
fusil; otros muchos no podían conciliar el sueño, mientras otros eran
despertados por los que, al dormir, lanzaban sonoros ronquidos.
Cada hombre reaccionaba según su estado de ánimo, según su propia
idiosincrasia. Pero a las cinco de la madrugada, la hora "H", todos actuaron
al unísono: se agarraron a los fusiles como si fueran su tabla de salvación.
Apenas habían pasado quince minutos cuando empezaron a silbar por
encima de nuestras cabezas los proyectiles que iban a estallar en las
posiciones enemigas. Un ruido ensordecedor nos envolvió y ensordeció; era