Page 142 - Vive Peligrosamente
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Pasamos por Suchari y llegamos a Tschernikov sin tropezar con mucha
          resistencia por parte del  enemigo. Era la siguiente ciudad rusa a la que
          llegábamos después de Brest–Litowsk. He dicho ciudad, a pesar  de que
          apenas podía considerársela como tal, porque sólo contaba con unos
          cuantos edificios de piedra en  el centro; el resto  eran edificaciones de
          madera; las típicas construcciones de  madera que podían verse en toda
          Rusia.
            La  mayor parte de las calles estaban pavimentadas con grandes
          adoquines de piedra, que nos hacían recordar calles de nuestras ciudades
          medievales.  Me causó  mucha extrañeza ver numerosos  micrófonos que
          estaban colocados cada doscientos metros. Los altavoces, muy antiguos por
          cierto, estaban dentro de las casas y tenían conexión con los de los edificios
          públicos de la ciudad. Hasta que llegamos a las cercanías de Moscú, no
          encontré un solo aparato de radio privado.
            Por mi propia comodidad usaba las botas reglamentarias del ejército y,
          además, tenía las viejas mías de caza. Por ello pude tener, en todo
          momento, un par de  botas secas. Pero el barro  de las carreteras y los
          lodazales de las calles pudieron con  mis viejas  botas de caza. Quise
          arreglarlas, pero nadie sabía dónde  se hallaba el zapatero de nuestro
          Regimiento. Por ello, no tuve más remedio que buscar uno.
            Encontré un zapatero remendón en una casa que estaba en la periferia de
          Tschernikow. Me pareció  que era un artesano "muy particular".  Pasando
          por un pequeño vestíbulo, llegué hasta la única y ancha estancia de la choza
          de madera. Encontré reunida a toda la familia y al jefe de la misma sentado
          a su mesa de trabajo, situada junto a la ventana. Un paquete de cigarrillos y
          un trozo de pan alemán facilitaron muchas cosas. Me quité las botas y me
          senté en un banco. Acto seguido, el zapatero empezó a remendarlas. Pude
          ver que las herramientas que empleaba  eran exactamente iguales  que las
          que se usaban en todas partes, iguales a las que empleaban los zapateros
          remendones de Alemania, a pesar de que, por su aspecto, no pareciesen tan
          buenas y estuviesen más estropeadas.
            Aproveché la ocasión para echar un vistazo a mi alrededor. Una de las
          esquinas de la estancia estaba ocupada por una estufa de piedra de casi dos
          metros de altura. Sobre ésta se amontonaban tres niños pequeños acostados
          sobre unas cuantas mugrientas mantas. Ante la estufa, una mecedora; junto
          a la pared, una enorme cama. Una vieja estaba echada sobre un jergón de
          paja, cubierta con ropas viejas y usadas; supuse que sería la abuela. Tenía a
          su lado una camita de madera llena de paja y trapos viejos. Dos niños se
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