Page 143 - Vive Peligrosamente
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apretujaban en una silla;  no dejaban  de  mirarme, pero se apresuraban a
          apartar la vista en cuanto se daban cuenta de que yo, a mi vez, les miraba.
          El suelo estaba totalmente resquebrajado, lo que revelaba la vejez y el mal
          estado de la choza.
            La dueña de la casa estaba ante los  fogones cociendo una extraña
          infusión en un cazo de hierro. Las ventanas permanecían cerradas, a pesar
          de que estábamos en pleno mes de julio y de que hacia un calor sofocante;
          todo hacía suponer que no habían sido abiertas en varios días a juzgar por
          el calor fétido de la habitación. La mujer se dio prisa en guardar el pan que
          le ofrecí, exactamente igual que si fuese un tesoro.
            Las paredes estaban cubiertas con flores de papel y había también un
          cuadro, medio roto. La mujer empezó a cocinar un extraño guiso de avena y
          sentí una gran curiosidad por ver en qué se convertía. Quitó el té del fogón,
          colocó sobre éste una sartén negruzca y echó en ella la espesa pasta, así
          como unos cuantos gramos de una sal muy gruesa. Quise ver de más cerca
          aquella rara  mezcla;  me levanté de  mi asiento y me acerqué a la cocina
          aunque sólo tenía puestos mis calcetines. El olor que despedía el guiso me
          hizo suponer que se trataba de una mezcla de avena y grasa.
            De pronto, toda la familia se animó. La abuela se incorporó levemente y
          miró hacia los fogones en tanto estrujaba la paja del jergón con sus nudosos
          dedos. Los dos niños se acercaron al fuego. Hasta el zapatero levantó un
          par de veces la vista de  su faena para  mirar en la  misma dirección. La
          madre  comenzó a partir  la pasta y el niño mayor tomó  el primer trozo,
          dándose prisa en comerlo. Me supuse que debía de estar muy caliente, pero
          el muchacho no pareció apreciarlo. Cada niño tuvo su parte, así como la
          abuela y el dueño de la casa. ¡Temí que éste se tragara con su parte un par
          de clavos, pues no dejó de trabajar en tanto comía! La madre fue la última
          en comer y lo hizo despacio. Todo me hizo pensar que la masa aquélla era
          la única alegría de la familia. Los  movimientos de aquéllos seres eran
          automáticos, hasta los de los pálidos niños, que parecían envejecidos.
            Es posible que tuviera aquella rara impresión debido al ambiente que los
          rodeaba y a la sordidez de la habitación en que vivían. Las prendas que
          vestían todos eran del  mismo deslucido color de las paredes de aquella
          estancia, y aquéllas ofrecían el mismo  tono parduzco del suelo. Sus pies
          desnudos estaban llenos de polvo, como si hubiesen caminado por senderos
          polvorientos.
            Creo que  mi presencia, con la que no contaban, impidió a la  familia
          pronunciar ni una sola  palabra. El silencio era roto, solamente, por el
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