Page 178 - Vive Peligrosamente
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usábamos para lanzar niebla artificial sobre un determinado sector. Pero el
          ruso era de construcción muy imperfecta si se le comparaba con el nuestro.
            El lanzacohetes ruso tenía dos vías muy sencillas y paralelas entre sí,
          montadas en posición ascendente sobre unos pesadísimos camiones de
          carga. En dichas vías estaban instalados los dispositivos que disparaban los
          cohetes. Eran capaces de lanzar, al mismo tiempo, dieciséis, veinticuatro y
          treinta cohetes. Las "rampas" podían cambiar de emplazamiento cada vez
          que soltaban una carga de proyectiles, lo que les hacía prácticamente
          invulnerables al fuego de nuestra artillería.
            Era destructor el efecto moral que sobre nosotros causaba el estallido de
          tales salvas de cohetes, que caían sobre una superficie de doscientos metros
          cuadrados, por ejemplo. Había que reconocer que la visión de aquellos
          cohetes cruzando el oscuro cielo de la noche, dejando tras ellos largas
          estelas de fuego, constituía un espectáculo dantesco, de sobrecogedora
          belleza.
            La última y más fuerte línea de defensa que habían construido los rusos
          protegía su  querida capital, Moscú,  bastantes kilómetros antes de su
          periferia, en los alrededores de la ciudad de Moshaisk, situada junto a la
          "autopista" que conducía a  aquélla.  Al fin, después de  muchos y
          sangrientos combates,  conseguimos  romperla. Fue en aquel  momento
          cuando resultó herido nuestro querido general, Hausser –"Papá Hausser" le
          llamábamos–; su herida era de alguna gravedad. Un trozo de metralla se
          incrustó en su cabeza, lo que motivó perdiera uno de sus ojos. El hecho
          sucedió cuando observaba un combate de tanques que tenía lugar a pocos
          metros de la autopista. Perdimos un gran jefe que podía ser tomado como
          ejemplo. Siempre estaba en primera línea de fuego y nos daba ánimos con
          su presencia. Nos sentíamos orgullosos de tal conducta que,  en cuanto
          veteranos, le exigíamos.
            En momentos tan tristes, yo recordé un episodio del que ambos no nos
          habíamos olvidado.
            Fue en la cabeza de puente de Jelna. Me disponía a lavar detenidamente
          mi cuerpo, cuando el general Hausser pasó por donde estábamos montado
          en el "seicar" de una motocicleta. Al verme, me rogó le mostrara el camino
          para ir a nuestro puesto de mando. Me puse mis ropas en un abrir y cerrar
          de ojos y, a mi vez, monté en una moto, no sin advertir al general que el
          camino  más  recto para dirigirse a  aquél pasaba por el campo de tiro del
          enemigo. La respuesta del general Hausser me impresionó.
            Dijo:
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