Page 232 - Vive Peligrosamente
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Todo hacía suponer que el grupo sólo esperaba mi llegada.
El capitán desapareció. Y yo aproveché la ocasión para encender un
cigarrillo. Tenía la intención de volver a preguntar el nombre de mi
camarada de las SS, puesto que no lo había entendido bien, como siempre
sucede en las presentaciones. Pero el oficial que me había recibido regresó
en aquel instante y nos informó:
–Tengo la orden de conducirles ante el Führer. Todos ustedes le serán
presentados. Y deben informarle, en unas cuantas frases, sobre sus diversas
experiencias militares. Es posible que les haga unas cuantas preguntas.
Síganme, por favor.
¡Creí no haber oído bien! ¡Me sentí desfallecer! ¡Entonces, pasados
unos segundos, sería presentado, por vez primera, a Adolf Hitler, el Führer
del gran Reich alemán y el jefe supremo de la Wehrmacht! Estaba
sorprendidísimo. ¡No podía salir de mi asombro! Pensé que lo más
probable sería que mi nerviosismo me empujara a comportarme como un
bobo. ¡Ojalá que todo saliera satisfactoriamente! Lo más probable sería que
mis hombres de Berlín cubrirían sus pulgares con los otros dedos,
deseándome suerte...
Mientras mi mente era invadida por tales pensamientos, caminamos
unos ciento cincuenta pasos. Pero no pude darme cuenta en qué dirección.
Entramos en otra construcción de madera, y nos encontramos en una
antesala análoga a la de la casa de té. Las indirectas y agradables luces de la
estancia me permitieron ver un cuadro enmarcado en sencillo marco de
plata. Reconocí en él "La Violeta", de Durero.
Es extraño que todavía recuerde tal nimiedad, en tanto he olvidado por
completo otras impresiones mucho más importantes.
Cruzamos una puerta, situada a la izquierda, y entramos en una gran
estancia de unos seis metros por nueve. Varias ventanas se alineaban en la
pared de la derecha; de ellas pendían unas sencillas cortinas. Una inmensa
mesa, cubierta de mapas, estaba situada ante aquéllas. La pared de la
izquierda tenía una chimenea en su mismo centro; ante ella vi una mesa
redonda rodeada de cinco sillones que parecían muy confortables. Entre
ambas mesas había un gran espacio en el que nos agrupamos para esperar.
Nos alineamos por orden de edades, correspondiéndome el flanco
izquierdo. Mi vista se posó sobre un escritorio, colocado oblicuamente ante
una ventana; su brillante superficie estaba cubierta de manuscritos
perfectamente ordenados. Yo pensé: