Page 293 - Vive Peligrosamente
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mala suerte. Y esto era mejor que la posibilidad de que yo me salvase y los
          otros dos sucumbieran.
            Hasta  mi entrañable amigo Radl compartió mi opinión  y los motivos
          que me movían a insistir en mi idea.
            Di instrucciones al mayor Mors y a Radl sobre la forma en que debían
          emprender el viaje de regreso, y les ordené llevasen con ellos al general y al
          coronel como prisioneros de guerra  y que procurasen llegar a  Roma lo
          antes posible. Tanto los "carabinieri" como los demás oficiales debían
          quedar desarmados en el hotel de montaña.
            El Duce me informó que había sido tratado con suma corrección y que,
          por lo tanto, no tenía motivo alguno  para no mostrarse  magnánimo. La
          alegría que sentía yo por mi reciente éxito era tan grande que quería evitar a
          mis adversarios la amargura del cautiverio.
            A fin de impedir un probable sabotaje, dispuse que dos oficiales
          viajasen en  el teleférico, en las dos cabinas del  mismo, en tanto se
          trasladaban nuestras tropas de la  montaña al valle. Una vez el último
          soldado hubiese puesto pie en aquél, el teleférico debía ser destruido, pues
          no me interesaba que pudiera volver a ser usado. Dejé en manos del mayor
          Mors el cumplimiento de esta orden y de sus detalles.
            El capitán Gerlach supervisó la construcción de nuestra improvisada
          pista de despegue, y rápidamente todo el mundo puso manos a la obra.
            Sólo entonces dispuse de unos cuantos minutos para prestar atención al
          Duce. Recordaba pálidamente al Mussolini de 1934. El recuerdo que  yo
          tenía de él, vestido con su flamante uniforme, no se parecía en nada a aquel
          hombre vestido con un traje azul, que no tenía nada de elegante. Al verle,
          era fácil darse cuenta de que sufría una grave dolencia. Daba la impresión
          de que era un hombre enfermo, tal vez acabado; reforzaba tal impresión el
          hecho de que no se había afeitado, su prominente mandíbula estaba cubierta
          por una pelambrera gris que no favorecía nada su aspecto. Sin embargo, sus
          grandes y febriles ojos negros me hicieron comprender que estaba ante el
          gran dictador de Italia. Me traspasaban, parecían ahondar dentro de  mí
          cuando me hablaba con su peculiar vehemencia.
            Tenía mucho interés en enterarme por él mismo de su caída, así como de
          los pormenores habidos durante el tiempo que pasó como prisionero... Pero
          sentí pena y quise algunas alentadoras palabras:
            –Nos hemos  preocupado, constantemente, por la  suerte de  su familia,
          Duce. Su esposa y sus dos hijos más pequeños han sido internados, por el
          nuevo Gobierno, en su propiedad de "Rocca della Caminata". Nos hemos
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