Page 410 - El Misterio de Belicena Villca
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que tal vez merecían morir por apátridas, sino en tantos otros que cayeron sin
                 conocer el olor a la pólvora; por cometer el “delito” de amar ideales que afectan
                 algún interés o privilegio.
                        Eso no es nihilismo; nihilista es  la represión desbocada, la censura
                 asfixiante, la mediocridad instituida, la corrupción oficializada, el lavado de
                 cerebros digitado, en fin, la tiranía implacable, embozada obscenamente en un
                 lenguaje “democrático” o “liberal”.
                        El triunfo del Sistema es la estabilidad de un orden de cosas corrupto, de
                 una sociedad edificada sobre la usura y el materialismo, de un país dibujado a
                 plumín, para que se inserte en una geopolítica foránea, planeada al detalle por la
                 Sinarquía Internacional de los Grandes Imperialismos.
                        ¿Qué nos ofrece este mundo contemporáneo de dólares y acero que valga
                 nuestro sacrificio? Acá una cultura decadente y cipaya; allí un terrorismo sin
                 grandeza; allá un Poder represor y asesino; acullá una Iglesia cobarde y
                 mentirosa; ¿Para qué seguir si todo hiede?
                        Este era mi estado de ánimo cuando leí la carta de Belicena Villca y por
                 eso mi reacción fue instantánea: Yo, el insignificante Dr. Siegnagel, poco más
                 que el número de una ficha o carnet, alguien perdido en la mediocridad cotidiana
                 de la remota Salta: ¡de pronto soy llamado para una misión riesgosa, soy
                 convocado por el Destino!

                        La sangre me hervía en las venas y algo así como una reminiscencia de
                 pasadas batallas, se apoderó de mí. Belicena se preguntaba en su carta si podría
                 ser un Kshatriya:
                        –¡Pues ya lo era!

                        Aparte de este irresponsable entusiasmo, en el fondo experimentaba una
                 gran estupefacción a poco que intentaba razonar sobre el contenido de la carta.
                 No podía negar que de toda ella se desprendía una tremenda fuerza primordial,
                 un halo de antiguas verdades olvidadas, como si Belicena Villca no perteneciese
                 a esta Epoca o, mejor dicho, como si fuera independiente del tiempo.
                        El lenguaje era pagano y vital; “fantástico” sería el término justo, sino fuese
                 que el asesinato de Belicena convertía a  este mensaje premonitorio en algo
                 macabramente real.
                        Dos preguntas bullían en mi cabeza saltando el pensamiento de una a la
                 otra sin solución de continuidad ¿Dónde estaba ese “Signo del Origen”, del cual
                 soy portador, claramente visible para  Belicena Villca y aparentemente
                 representativo de una cierta condición  espiritual? Recordaba perfectamente lo
                 que Belicena había escrito el Segundo Día: “en verdad, lo que existe como
                 herencia divina de los Dioses es un Símbolo del Origen en la Sangre Pura: el
                 Signo del Origen, observado en la Piedra de Venus, era sólo el reflejo del
                 Símbolo del Origen presente en la Sangre Pura de los Reyes Guerreros, de
                 los Hijos de los Dioses, de los Hombres Semidivinos que, junto a un cuerpo
                 animal y a un Alma Material, poseían un Espíritu Eterno”. Si era cierto que Yo
                 poseía el Símbolo del Origen en mi Sangre Pura, si Yo era un hombre espiritual,
                 entonces tendría la posibilidad de obtener la Más Alta Sabiduría de los Atlantes
                 Blancos ¿O había interpretado mal las palabras de Belicena? Porque en ese Día
                 Segundo ella escribió: “la Sabiduría consiste en comprender a la Serpiente
                 con el Signo del Origen”. Según Belicena, los Dioses afirmaban al hombre:

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