Page 411 - El Misterio de Belicena Villca
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“has perdido el Origen y eres prisionero de la Serpiente: ¡con el Signo del
                 Origen, comprende a la Serpiente y serás nuevamente libre en el Origen!” A
                 la luz de estos conceptos, mi  razonamiento era el siguiente: si el Signo del
                 Origen, “mi propio signo del Origen”, se hallaba manifestado y plasmado en
                 alguna parte de mi cuerpo, de tal suerte que fue rápidamente distinguido
                 por Belicena Villca, ¡ése era el sitio que Yo debía descubrir y proyectar en el
                 Mundo, sobre la Serpiente, como antaño hicieran los Iniciados Hiperbóreos!
                 Y sentía así como una urgencia interior por localizar ese Signo y cumplir con el
                 mandato de los Dioses.
                        Pero entendía, también, que carecía de muchos elementos esotéricos de
                 la Sabiduría Hiperbórea. Mas, si habría que dejar pendiente esta primer pregunta,
                 la segunda “que bullía en mi cabeza”, sobre la “prueba de familia”, no tardaría en
                 investigarla. Belicena Villca, en efecto, había asegurado, en el Cuarto Día, que mi
                 familia “fue destinada para producir una miel arquetípica, el zumo exquisito de lo
                 dulce”. Aquella era la primer noticia que tenía sobre el asunto y trataría, por lo
                 menos, de comprobarla con mis familiares cercanos.


                 Capítulo II


                        Desde que mamá me entregó el portafolios con la carta de Belicena Villca,
                 hasta el momento en que tomé la decisión de cumplir con su pedido póstumo,
                 habían transcurrido cuatro días. Ciertamente, leí la carta en tiempo récord, dada
                 su extensión y profundidad, permaneciendo encerrado en mi cuarto y
                 haciéndome subir, de tanto en tanto, algún alimento. Al fin, una tarde, descendí
                 calladamente, con el misterioso portafolios en la mano, y tomé asiento entre los
                 míos, que se encontraban como era la costumbre a esa hora desplegados en el
                 patio posterior. Reclinada la cabeza, la mirada perdida en la lejanía de los cerros,
                 estuve en silencio un largo rato. Durante ese lapso nadie me interrumpió,
                 acostumbrados por años a verme estudiar bajo la sombra del gigantesco roble.
                 Sólo el murmullo del viento entre las hojas, el trino de las aves, y el ras, ras, de
                 Canuto al rascarse cada tanto, acompañaban mi meditación.
                        Me paré bruscamente, haciendo a un lado el sillón de hormigón del juego
                 de jardín. Junto a los lapachos cercanos a la casa, estaban mis padres: Mamá
                 zurciendo  medias de mis sobrinos y  Papá leyendo un semanario europeo que
                 llega quince días atrasado; mientras, la casette de Angelito Vargas, rebobinada
                 por enésima vez, nos envolvía a todos con “Tres esquinas”.
                        –Papá, Mamá –dije enfáticamente– ¿en vuestras familias habéis tenido
                 antepasados o parientes que siguiesen un oficio o artesanía por tradición?
                        –Eso era una costumbre muy común en Europa –respondió Papá
                 pensativo– hoy lamentablemente olvidada. En mi familia hubo muchos médicos
                 como tú, Arturo, y hasta boticarios como mi padre, pero sin que esto fuese una
                 ley, pues tuvimos también buenos agricultores como Yo:  jof, jof, jof, –reía mi
                 padre celebrando su ocurrencia.
                        En cambio la familia de tu madre, –prosiguió más calmo– sí que tiene una
                 tradición en el cultivo y la producción del azúcar. Tú sabes que a ella la conocí en
                 Egipto cuando mi padre,  allá por el 35, decidió  abrir nuevos mercados al
                 comercio del  tanino, en vista de que la  industria textil de Europa y América

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