Page 428 - El Misterio de Belicena Villca
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Universal, pero jamás se me ocurrió luchar contra tales fuerzas satánicas,  ni
                 nunca imaginé que fuese necesario hacerlo, imprescindible, inevitable, una
                 cuestión de Honor. Por el contrario, como expresa el conocido tango, “Yo me
                 entregué sin luchar”: dejé que el sentimentalismo me ablandara el corazón, que
                 me impregnaran las costumbres decadentes del siglo, toleré y conviví con las
                 más abominables realidades, las mismas en que se hunde lentamente la Cultura
                 occidental, sin reaccionar. Y no reaccioné nunca porque carecía de reflejos
                 morales, estaba como dormido, quizás  porque en el fondo,  como ahora, tenía
                 miedo de luchar y reaccionar, de enfrentar a fuerzas demasiado poderosas. ¡Oh,
                 Dios! ¡Me habían convertido en un idiota útil, en un estúpido pacifista!
                        Pero ahora las cosas cambiarían: si había que destruir ¡destruiría!; si había
                 que matar ¡mataría!; cualquier cosa haría antes de transar con el Enemigo del
                 Espíritu, descripto por Belicena Villca. Sólo necesitaba ayuda, algún tipo de
                 ayuda espiritual. En resumen, Yo estaba decidido a llegar hasta el final, a jugar,
                 como dije, todas mis fuerzas por la Causa de la Casa de  Tharsis, pero era
                 también realista, consciente de mis limitaciones, y sabía que sin ayuda no podría
                 llegar a ninguna parte. Mas ¿a quién podría recurrir por tal  auxilio? Eso no lo
                 podía decidir por el momento, pero es sobre lo que me ocuparía de pensar en las
                 siguientes horas.


                        Guardé el automóvil en la cochera de la Torre en que vivía desde unos
                 años atrás y subí por una detestable escalera caracol de hormigón armado hasta
                 el palier de los ascensores. Unos minutos después, me encontraba
                 cómodamente embutido en mi pijama, dispuesto a meditar sobre aquello que me
                 preocupaba.
                        “Tres ambientes es demasiado grande para un hombre solo” me
                 repitieron hasta el cansancio mis  padres cuando lo adquirí, pero ahora el
                 Departamento no lo parecía, debido a  la acumulación desordenada de objetos
                 arqueológicos, publicaciones varias y libros. En realidad para los libros destiné un
                 pequeño cuarto al que doté de estanterías en las cuatro paredes; pero pronto la
                 capacidad de esta biblioteca se vio colmada y los nuevos libros fueron ganando
                 los demás ambientes como huéspedes indeseables.
                        El único lugar más o menos arreglado con cierto orden, era el amplio hall
                 que contaba con un juego de sillones, mesa ratona y lámpara de leer. Junto a mi
                 sillón predilecto, la ventana dejaba ver la ladera de un pequeño morro a cuyo pie,
                 imponente y majestuosa, se yergue la estatua ecuestre del General Martín Miguel
                 de Güemes. Allí me senté, presa de un sentimiento muy especial, como se verá
                 con el correr del relato, y permanecí varias horas; hasta que se produjeron los
                 fenómenos.
                        Pero no nos adelantemos; eran las 12 de la noche y Yo, retomando el hilo
                 de los pensamientos anteriores, me  preguntaba obsesivamente: debo solicitar
                 ayuda, pero ¿a quién?

                        Como siempre ocurre cuando el hombre se enfrenta a situaciones que le
                 sobre-pasan y clama por ayuda exterior, queda indefectiblemente planteado un
                 problema moral; es la antiquísima confrontación entre el bien y el mal. En estos
                 casos el principio fundamental que debe primar en el juicio sobre la “amistad” o la
                 “enemistad” de las Potencias a las cuales nos dirigimos, es el discernimiento.

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