Page 439 - El Misterio de Belicena Villca
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menos a la Muerte. Quizás todo fuese producto de aquella misteriosa semilla que
la Virgen de Agartha soltase en el Ojo de Fuego del Espíritu. Yo, aún, no podía
saberlo. Pero lo cierto, lo concreto, era que había recibido la ayuda espiritual
solicitada, que, muerto o renacido, me sentía alegre y valeroso, que no temía a la
Muerte ni temía matar, y que sentía que, ex-trañamente, mi Yo participaba del
Infinito actual : sí, inequívocamente, me sentía indeterminado por el lado del Yo;
todo cuanto contenía el Universo, incluida mi propia vida biológica, y el Universo
mismo, eran limitados y perecederos: éste era el lado finito de mi ser, la Ilusión;
mas ahora sabía con certeza que, en el Yo, se abría un abismo interminable: éste
era el lado Infinito de mi ser, la Verdad.
Tal vez se comprenda en parte lo que entonces experimentaba recurriendo
a una metáfora.
Imagínese a una persona acostumbrada a vivir en un bello bosque
solitario. Los días transcurren allí suavemente, sin demasiadas sorpresas, y, si
bien la lucha por la vida impone un permanente alerta, esta misma persistencia
hace que la atención se mantenga dentro de niveles constantes y, al fin,
rutinarios.
Se diría que este hombre “domina la situación” de su vida cotidiana. Cerca
de allí, sereno y manso, el lago ofrece el placer esporádico de un baño
refrescante y reparador. Pero el lago no es un lugar seguro en el cual se pueda
permanecer por mucho tiempo, como el bosque.
El agua no tiene la firmeza de la tierra y para sustentarse en ella es
necesario disponer de un cierto control, de una cierta atención extra, exigencia
que al final termina por cansar al hombre. Por eso las visitas al lago se regulan
por la necesidad de pescar o el placer del baño. Un día este hombre, por error o
audacia, genera una circunstancia que escapa a su control: el fuego, que le había
ayudado a vivir hasta entonces, escapa al bosque, furioso y destructor. El hombre
se queda estático o lucha por sofocarlo o blasfema desesperado; cualquier
actitud da lo mismo; nada puede evitar la catástrofe pues el fuego ha superado su
control, le ha sobrepasado. Las llamas se propagan por doquier consumiéndolo
todo y se hace imprescindible buscar la salvación; pero ¿a dónde ir? ¿Dónde
está la seguridad? De pronto, como un rayo, surge la luz: el lago.
Una ironía; el sitio donde nunca se le hubiera ocurrido buscar refugio, es
ahora el único que ofrece posibilidad de sobrevivir al cambio brutal del mundo
cotidiano, que se desvanece consumido por la hoguera voraz y asesina.
Corre; corre el hombre desesperado hacia el lago salvador. Atrás de él, un
monstruo ardiente e implacable parece perseguirlo de cerca, crujiendo los
dientes, rugiendo y arrojando bocanadas sofocantes.
Pero no es posible volverse a mirar, no habría otra oportunidad. Sólo
queda ganar el lago, que nunca pareció quedar tan lejos como ahora. Finalmente,
visión paradisíaca, gozo indescriptible, aparición mística, el lago emerge en su
horizonte.
Fantásticamente calmo, es, para el que huye por milímetros a la muerte,
un oasis de paz. Se arroja el hombre a las aguas protectoras y nada muchas
brazadas, intuitivamente hacia el centro. Recién puede darse vuelta,
momentáneamente, cuando está seguro entre las frescas aguas, y puede así
mirar hacia su, hasta poco tiempo atrás, también seguro Mundo.
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