Page 458 - El Misterio de Belicena Villca
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extendí el pie derecho en muda aceptación. Era un changuito de unos siete años
                 e indudable ascendencia india. Comenzó lavando y cubriendo de pomada las
                 botas, para luego, por medio de vigorosos masajes con una banda de lienzo,
                 tratar de obtener el ansiado brillo.
                        –¿Cómo te llamás? –pregunté, buscando ganar su confianza.
                        –Antonio Huanca, Señor –respondió de prisa.
                        –Decime Antonio ¿Vivís lejos de aquí?
                        Levantó la cabecita crinuda y me miró con un gesto de interrogación en los
                 ojos. Al fin se encogió de hombros y señalando un lugar indefinido dijo:
                        –Uuuf, muy lejos Señor, por allá, al otro lado del río.
                        Decidí que mi pregunta había sido desafortunada. Debía probar de nuevo,
                 pero esta vez sería más directo:
                        –¿Conocés la calle Esquiú?
                        Se quedó pensativo un momento, pero enseguida se le iluminó la carita:
                        – Sí, Señor; es la que está al final de la ciudad. Si va por ésta derecho –
                 señalaba la calle del fondín– la va a encontrar cuando se termina el pavimento.
                 Justo donde termina el pavimento está la calle Esquiú, sí Señor.
                        Hablaba sin dejar de lustrar y a ese paso pronto terminaría. Me agaché un
                 poco a fin de hablar sin levantar la voz y le dije:
                        –Voy a verlo a Cerino Sanguedolce, ¿lo conocés?
                        Se largó a reír mientras se relamía.
                        –¿Al dulcero? ¿Quién no lo conoce a Don Cerino, Señor?
                        Estiró la cabecita y me dijo en tono de confidencia:
                        –No le diga nada Usted, pero mis hermanitos y yo, siempre tratamos de
                 robarle frascos de dulce; –se le caían las babas al chango– no hay quien los
                 haga más ricos en Santa María. Ji. ji, ji.
                        Reía como un gorrión y era, festejando su travesura, finalmente un niño.


                        Tío Kurt es “dulcero” –pensé maravillado. Se me antojó en ese momento
                 que sería un tonto por no haberlo previsto pero esa idea no tenía sentido y la
                 deseché.
                        El chango había terminado su labor y  Yo disponía de la información
                 suficiente para ubicar a tío Kurt. Le pagué generosamente y se alejó hacia otras
                 mesas a ofrecer sus servicios.
                        Un reloj de pared, colgado bajo un cuadrito con una colección de puntas
                 de flechas, marcaba las 21 hs. Aboné el gasto de la cena y salí.
                        La noche era fresca pero el cielo estaba cubierto de nubes y no corría ni
                 un soplo de viento. Retiré el coche y partí siguiendo las instrucciones del lustrín.
                        A medida que me acercaba a la calle Esquiú, las casas se iban
                 esparciendo y disminuían en calidad, hasta que al fin me encontré en un arrabal
                 de miserable aspecto, adonde no sólo el pavimento terminaba sino que también
                 las luces de las calles eran casi inexistentes.
                        Doblé por la calle Esquiú hacia donde el instinto me indicaba que debía
                 estar el río y busqué en vano una señal, un punto de referencia que me
                 permitiera calcular la numeración.
                        Maldiciendo por dentro la idea de visitar de noche a tío Kurt, comprendí
                 rápidamente que circulaba por un barrio formado por pequeñas fincas de cuatro o
                 cinco hectáreas cada una.


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