Page 456 - El Misterio de Belicena Villca
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La decadencia de una comunidad urbana, de su arquitectura, es un
retroceso que indefectiblemente se implanta en el Alma de los pobladores. Y allí
estaban ellos, mirándome pasar con ese aire ausente, con esa contemplativa
indiferencia tan característica de la América Indígena.
Porque en ellos se veía descarnadamente la decadencia; en esos niños en
pata que me espiaban detrás de una esquina; en esos ojillos oscuros y achinados
que me miraban candorosos al ofrecerme la venta de una tortilla de maíz pero
que se tornaban desconfiados a la menor pregunta. ¿Qué diferencia presenta
este poblado, estas casas, estos pobladores, estos niños, con sus equivalentes
de otras partes de América; de Bolivia, del Perú, del Ecuador o Colombia?
Ninguna.
En esa respuesta radicaba también la decadencia; en que, pagando el alto
precio de aislarnos de Latinoamérica, cien años de “Cultura Europea” no han
dejado ni un rastro en estos criollos olvidados por todos. No les hemos dado nada
distinto a lo que han recibido en los países mencionados. No son ni más ni
menos civilizados que ellos a pesar de la creencia en contrario que sustenta la
Oligarquía Europeizante que dirige este país desde hace cien años.
Por eso una explicación para la decadencia general que asola a los
poblados de sangre americana, puede ser ésta: en quinientos años la Cultura
europea no prendió en el Alma del americano porque, ni los que la implantaron a
sangre y fuego, ni los que la enseñaron beatíficamente, creían realmente en ella.
Se les reemplazó a las Razas americanas su milenaria Cultura, dinamizada por la
acción de Grandes Mitos, por la Cultura materialista europea, carente de
espiritualidad y trascendencia. Y la religión de América, que conservaba el
recuerdo de los Dioses Blancos, fue prohibida en favor de la Doctrina
racionalista del catolicismo: en adelante los nativos tendrían que glorificar la
historia bíblica del Pueblo Elegido, adorar a un Dios-hebreo-crucificado del que
jamás habían oído hablar, y quedarían fuera de la discusión teológica porque la
nueva religión ya llegaba terminada, acabada en su fundamentación filosófica. Si
allá, en la ignota Nicea, un Concilio había decidido que Dios era triple ¿qué
podrían decir aquí los recientemente paganos sometidos? Y los que estaban aquí
¿acaso sabían qué significaba el Dogma católico? No; éstos mataban y
saqueaban en nombre del Dogma católico que nadie comprendía ni nadie se
preocuparía en explicar. Pero la riqueza se acabaría. Finalmente llegaría el
tiempo de crear nueva riqueza, de hacer producir objetos culturales a aquellos
imperios evangelizados. Y entonces, en ese mismo momento, comenzaría la
decadencia. La Iglesia medraría con la conquista de América destruyendo
sistemáticamente todo vestigio del origen atlante de las grandes civilizaciones,
toda prueba sobre la naturaleza extraterrestre del Espíritu del hombre. Y el
español, enloquecido tal como lo profetizara la Gran Madre Binah a Quiblón,
derramaría de manera pareja la sangre y el semen sobre los pueblos nativos. De
ese Holocausto de Agua saldrían “los Hijos del Horror”, la población mestiza de
América, hombres como los que ahora veía al pasar por sus poblados
decadentes. Hombres culturalmente indiferentes; que se muestran decididos a no
hacer nada. Si no viene un gringo con fe en algo, y vuelve a levantar casas y
poblados, ellos no lo harán. Y todo caerá, al suelo, a pedazos, –venganza pueril,
pero efectiva– como cayeron sus Culturas ayer y como caerá mañana el Alma de
Occidente si se empeña en continuar divorciada de la sangre de América.
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