Page 459 - El Misterio de Belicena Villca
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En el Noroeste Argentino las fincas obedecen todas a un mismo patrón de
                 construcción: un rectángulo de tierra correctamente alambrado y una Sala (casa
                 del dueño o cuidador) edificada a una corta distancia de la tranquera de entrada.
                 Pueden existir variaciones o agregados, pero éste es el “tipo” general, que Yo
                 conocía bien pues nuestra propia finca en Cerrillos se  adaptaba al mismo
                 esquema. Sabía entonces de la inutilidad de llamar desde la entrada, dado que la
                 casa suele estar alejada de ella y acepté inconscientemente el hecho de que iba
                 a tener que internarme en una de las finquitas para dar aviso de mi llegada.
                        El automóvil llevaba corriendo unos cinco minutos por la sombría calle
                 Esquiú que ahora daba la inequívoca sensación de una pendiente pronunciada.
                 El río debía estar cerca  pero aunque la poderosa luz alta de cuatro cuarzos
                 perforaba las tinieblas, no lograba distinguir nada más allá de veinte metros.
                 Detuve el coche y le puse el freno de mano; sería mejor realizar una exploración
                 a pie.
                        Tomé de la guantera una linterna tipo lapicera, cuya exigua luz suele ser
                 útil a veces, y descendí tomando la precaución de cerrar el auto para el caso que
                 me alejara del lugar. Un momento  después comprobaba lo oportuno de la
                 decisión de detener el coche pues, cincuenta metros más adelante, la calle se
                 estrechaba abruptamente y caía en un barranco pronunciado sobre el Río Santa
                 María que corría abajo, a una distancia de  cien o ciento cincuenta metros. De
                 haber seguido avanzando con el coche, me habría visto en dificultades para girar
                 y retroceder.

                        Estaba, por fin, en el origen de la calle Esquiú, no muy lejos de la vivienda
                 de tío Kurt.
                        Esta presunción me dio nuevos ánimos para tratar de orientarme; algo
                 que, estaba viendo, era bastante difícil.
                        La calle Esquiú había perdido sus veredas varias cuadras atrás y, donde
                 me encontraba ahora, era sólo un callejón de grueso ripio que se extendía desde
                 uno hasta otro alambrado, sendos límites de desconocidas propiedades. Hacia el
                 Este estaba el río por lo que, si ésta era la última cuadra, presunta morada de tío
                 Kurt, la dirección buscada debía estar en uno de ambos lados de la calle, a pocos
                 pasos de allí.
                        Exploré la mano del Norte que se componía de una fila de tres hilos de
                 alambre, hasta una altura de un metro cincuenta, pero flanqueados en toda su
                 extensión por arbustos de ligustro muy tupidos y perfectamente podados en
                 forma de pilar. Recorrí unos ciento cincuenta metros sin hallar ninguna puerta o
                 tranquera por lo que deduje que estaba a los fondos de una finca.
                        Tratando de calmar la contrariedad que  sentía por tan insólita situación,
                 crucé a la mano Sur y reemprendí la búsqueda. Esta finca estaba mejor limitada
                 pues pronto descubrí una gruesa malla de alambres a rombos, que dejaban
                 entrever la maraña del consabido ligustro.
                        La noche se tornaba  impenetrable, reduciendo  la ayuda de la pequeña
                 linterna, y por eso mi paso era torpe y vacilante, mientras revisaba palmo a palmo
                 ese tenebroso tramo de la  calle Esquiú. Cuando ya  desesperaba de encontrar
                 una entrada en esa pared, se produjo el  milagro: un enorme portón de caño y
                 malla de alambre emergió de las tinieblas casi al fin  de la calle, a unos diez
                 metros del barranco. Orienté el haz de la linterna hacia adentro pero, tal como lo
                 suponía, no vi ninguna construcción sino un camino, formado por dos huellas

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