Page 461 - El Misterio de Belicena Villca
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¿Perros! –pensé alarmado– ¿cómo no noté la falta de perros? Dios, ¡qué
                 imbécil! Todas las fincas tienen perros. Pero... ¿por qué no ladraban? ¿por qué
                 no habían ladrado?
                        Me di vuelta lentamente. Lo que  vi me indujo un súbito terror,
                 paralizándome en el sitio en que estaba. Dos pares de ojos verdes
                 relampagueaban en la penumbra a pocos pasos de mí. Eran ojos de animal, de
                 perros quizás; pero creo que el pánico me lo produjo el tomar conciencia de dos
                 cosas; una, el tamaño anormal de esas  bestias, y otra, su también anormal
                 cautela. Porque resultaba inconcebible que hubiera podido transitar tanto por la
                 finca sin que los animales emitieran ni un ladrido y que en cambio me siguieran
                 silenciosamente, casi arrastrándose,  hasta situarse tan cerca de mí que podía
                 tocarlos con la punta del pie.
                        Volvió a quejarse una de las bestias con el evidente deseo de saltar sobre
                 mí. En el momento en que me asaltaba la certeza de que su amo no debía estar
                 lejos, sonó un silbido modulado de indudable origen humano. No alcancé a
                 volverme esta vez pues las bestias, al oír el silbido, actuaron como movidas por
                 un resorte y de un gran salto se arrojaron sobre su presa.
                        A pesar de estar casi paralizado de espanto, el instinto de conservación y
                 varios años de Karate, me hicieron poner en guardia. Pero sólo para comprobar
                 que aquellas fieras gozaban de un particular adiestramiento pues, en lugar de dar
                 dentelladas y buscar el cuello como hacen los perros de combate, estos parecían
                 saber exactamente qué hacer: cada uno se dirigió a un brazo y clavó en él sus
                 dientes. Sentí la carne lacerada y vi que las fieras cerraban las mandíbulas sin
                 intenciones de soltar. El impacto del ataque me hizo trastabillar pues ambos
                 perros parecían pesar más que mis 90 kg.; un segundo después caía hacia atrás
                 mientras sentía crujir el hueso de mi brazo izquierdo en la boca del gigantesco
                 can. Pensé, mientras caía, en varias tácticas para zafarme de los perros: me
                 revolcaría, patearía sus testículos, mordería,....
                        –Crack– sonó el golpe en mi cráneo y todo se oscureció.




                 Escudos de Provincias Argentinas










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