Page 465 - El Misterio de Belicena Villca
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Tenía motivos para creer en ello, como se verá, y la mala fortuna –u otra
causa– quiso que Yo tuviese la malograda idea de efectuar la sospechosa visita
nocturna.
En un primer momento, luego de cerciorarse que no había más intrusos,
tío Kurt me arrastró hasta la casa y se entregó a la tarea de revisar los bolsillos
en busca de armas y elementos de identificación. Con la sorpresa que es de
suponer, halló la Cruz de Hierro –su condecoración–, la carta de Mamá y los
documentos y carnets que probaban debidamente mi identidad.
Según tío Kurt, se hubiera suicidado allí mismo si no fuera que
inexplicablemente Yo aún respiraba. Su primer reacción fue buscar ayuda, pero,
consciente de lo irregular de la situación, decidió ser sumamente cauto a fin de
evitar la intervención policial. Por este mismo motivo, resultaría inconveniente
recurrir a un médico desconocido que podría ponerlo en aprietos.
Debo aclarar que tío Kurt no se había casado, por lo que vivía solo en la
Sala, asistido por un matrimonio de viejos y fieles indios, los que habitaban una
pequeña casa contigua. Aparte de los nombrados nunca moraban allí menos de
diez peones –para atender las vides y la pequeña fábrica de dulces y arrope–
pero éstos ocupaban una barraca alejada treinta metros de la Sala y no eran
dignos de confianza.
Al viejo mayordomo, de nombre José Tolaba, llamó tío Kurt desesperado
golpeando la ventana de su pieza.
–Pepe, Pepe.
–Sí Don Cerino –contestó el viejo con presteza.
–Ven pronto Pepe. Ha ocurrido una desgracia –gritó Kurt.
Aunque solamente nombró al viejo, cinco minutos después aparecían
Pepe y su mujer pues por el tono del llamado, supusieron que algo grave pasaba.
La vieja Juana se santiguaba constantemente mientras tío Kurt y Pepe,
trasladaban mi cuerpo exánime hasta un sofá del livingroom ya que los
dormitorios se encontraban en el piso superior, escalera mediante.
Perdí un poco de sangre por un profundo tajo a la altura del occipucio,
pero lo más impresionante era sin duda, la forma en que los perros me
destrozaron los antebrazos. Tío Kurt dejó a los viejos para que lavaran las
heridas y me cuidaran y partió en busca del Ampej Palacios.
Sacó del garaje un flamante jeep Toyota –adquirido en tiempos de la
“plata dulce”– y partió velozmente, notando al salir la presencia del Ford a pocos
metros del portón.
La hora era intempestiva para buscar a cualquier médico, pero no para el
Ampej Palacios.
Este personaje que no es de ficción pero merecería serlo, es un médico
indio mundialmente famoso por su dominio de la kinesioterapia. Ya viejo en estos
años, aún atiende su humilde consultorio sin ser molestado por nadie, pues su
prestigio es tan grande como la fortuna que amasó gracias a las dádivas que
generosos como acaudalados pacientes fueron depositando en sus manos. El
Ampej Palacios, ha hecho caminar a hombres y mujeres paralizados por años, ha
hecho mover cuellos tan tiesos como un obelisco y ha enderezado tantas
columnas vertebrales desahuciadas por traumatólogos de todo el mundo, que
resultaría difícil de creer si no existieran para probarlo los libros de firmas.
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