Page 467 - El Misterio de Belicena Villca
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–Ay Señorcito –dijo la vieja– ¿Cómo hace Usted estas cosas? Tiene que
hacer reposo, así lo ordenó el Doctor.
Me empujaba firmemente por los hombros para forzarme a tomar la
horizontalidad mientras Yo la dejaba hacer, asombrado por la actitud de la
desconocida.
Enseguida estuve acostado y tapado nuevamente en tanto la vieja no
cesaba de protestar:
–Señorcito, ha movido el brazo enyesado; eso no está bien; él se va a
enojar...
–Y. . . el Señor –pregunté tímidamente.
–¿Don Cerino? Enseguida vendrá; –respondió la vieja– en cuanto le avise
que Ud. ya se ha recobrado.
Se acercó a la puerta de mi derecha –la otra daba a un baño según supe
después– pero antes de salir se volvió y dijo:
–Estése quieto Señorcito que pronto le traeré un caldo y una horchata de
nueces –sonrió– verá como pronto recupera sus fuerzas.
Conforme pasaron los días me fui reponiendo y quince días después ya
bajaba al comedor y daba paseos por el parque contiguo a la casa.
Otros quince días más tarde me quitaron el yeso y, recién a los treinta y
cinco días de haber llegado a Santa María, pude partir para Tafí del Valle en
asombrosas circunstancias que luego narraré.
Al comienzo escribí varias veces a mis padres, mintiendo una supuesta
investigación arqueológica en el Pucará de Loma Rica para tranquilizarlos por mi
prolongada ausencia. También hablé por teléfono con el Dr. Cortez con el fin de
solicitarle una extensión de quince días a mis vacaciones que expiraban en esos
días, pero sólo accedió a ello cuando le informé que había sufrido un accidente.
Las cosas se ponían difíciles pues aún no había comenzado a averiguar el
paradero del hijo de Belicena Villca y ya se acababan mis vacaciones. Sin
embargo al partir de Santa María, la moral era alta y tenía más fe que nunca. A
ello habían contribuido las prolongadas conferencias que sostuve con mi
extraordinario familiar. Pero regresemos a aquellos días de convalescencia,
cuando tío Kurt inició el relato de su fantástica vida.
Capítulo II
Como soy médico, ya en los primeros días de la convalescencia,
comprendí que ésta sería larga, por lo que, disponiendo del tiempo suficiente, no
veía ninguna razón para no contarle mi aventura a tío Kurt. Nunca experimenté el
deseo de compartir mis asuntos con nadie ni he tenido confidentes. Pero ahora
era distinto. Desde el día del sismo, venía lamentando no conocer a nadie en
quien confiar; alguien lo suficientemente “espiritual” como para no burlarse de los
hechos ocurridos alrededor de la muerte de Belicena Villca. Pero también que
dispusiese de la libertad necesaria para poder asumir un conocimiento que
entrañaba tan graves peligros.
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