Page 469 - El Misterio de Belicena Villca
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Bera y Birsa y de mi convicción de que Ellos eran los verdaderos asesinos de
                 Belicena Villca. En ese punto parecía que los ojos de tío Kurt iban a salirse de las
                 órbitas; empero, sus labios permanecían sellados por la sorpresa. Finalmente, le
                 referí la traducción que el Profesor Ramirez hiciera sobre la leyenda  “ada aes
                 sidhe draoi mac hwch” y sus posteriores alusiones a los Golen-Druidas, lo que
                 confirmaba a mi criterio la veracidad, sino de todo, de gran parte del contenido de
                 la carta.
                        Aquí se cortó el encanto y tío Kurt, parándose de un salto, gritó:
                        –¡Sí Arturo! ¡Los Druidas! ¡A Ellos esperaba la noche que tú llegaste!
                 Luego de 35 años percibí la inequívoca señal de su presencia y sabía que en
                 cualquier momento sería atacado,  aunque ignoraba por qué habían aguardado
                 tanto, por qué  reaparecían ahora. Y ahora lo sé: ¡porque tú venías hacia mí,
                 portador del Más Grande Secreto!
                        Era un rugido el que salió de su garganta al pronunciar estas frases en
                 alemán, siendo inmediatamente contestado por dos prolongados aullidos de los
                 mastines un piso más abajo y fuera de la casa. No pude menos que asombrarme
                 pues tío Kurt había hablado siempre en castellano ya que mi dominio del idioma
                 alemán es malo como consecuencia de la decisión de mis padres de formarme
                 “cabalmente argentino” al punto que ni entre ellos usaban esta lengua.
                        Tampoco se me escapaba que, por más fuerte que hubiera gritado, no
                 podrían haberlo escuchado los perros. ¿Cómo entonces, le habían contestado?

                        Miraba ahora con “otros ojos” a tío Kurt a quien hasta el momento tenía por
                 una persona, como tantas otras, torturada por el recuerdo de los días de la
                 guerra, pero, por lo demás, completamente normal.
                        Estaba entendiendo, lentamente, que había algo más: tío Kurt tenía un
                 secreto conocimiento que pesaba enormemente en su conciencia, avivado ahora
                 por mi relato.

                        Tío Kurt debía tener unos sesenta  y dos años, pero impresionaba por
                 aparentar diez menos. Alto hasta la  exageración –Yo le calculaba un metro
                 noventa– era fornido, de complexión atlética y se veía que se mantenía en forma.
                 El pelo, que debió ser negro, estaba gris, cortado muy corto; los ojos azul claro,
                 las cejas pobladas, la boca de labios finos con grueso bigote y mentón firme,
                 completaban su descripción. Un detalle  quizás lo constituía la cicatriz que
                 surcaba su mejilla izquierda, realzada por el rojo ruboroso de sus cachetes, signo
                 de salud para su edad.
                        Gustaba vestir sencilla pero deportivamente y siempre lo veía calzando
                 botas de grueso gamuzón.
                        En síntesis, era un hombre impresionante; más aún en ese momento en
                 que parecía echar chispas por los ojos.  Estuvo unos minutos caminando en
                 círculos por toda la habitación, con las manos atrás, en las que tenía la carta de
                 Belicena Villca que acababa de entregarle.
                         Yo guardaba respetuoso silencio aunque intrigado por esta reacción.
                 Habíamos pasado varias horas hablando mientras afuera oscureció rápidamente.
                 La habitación estaba sumida en penumbras cuando entró la vieja Juana y prendió
                 la luz.




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