Page 460 - El Misterio de Belicena Villca
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paralelas, que se perdía en la oscuridad. A la izquierda se apreciaba una cuidada
                 plantación de vides, pequeñas y cargadas de racimos; a la derecha infinidad de
                 almácigos de una surtida huerta.
                        Volví a revisar la puerta, pero no hallé timbre ni llamador alguno; en
                 cambio descubrí dos anillas de acero, una  en la puerta y otra en el marco de
                 hormigón, ensartadas por un pesado candado de hierro.
                        Desalentado me recosté contra  el portón, tratando de tomar una
                 determinación. Lo más razonable sería irme y volver de día, pero me frenaba la
                 suposición de que hubiera peones o acaso familiares de tío Kurt, a quienes le
                 resultaría muy extraña mi presencia. Quedaba la posibilidad de persistir en la
                 búsqueda nocturna, entrando en la finca  a pesar del candado; siempre que
                 aquella fuese realmente la vivienda de mi tío...
                        Permanecía indeciso, abrazado a la malla del portón, aguzando la vista en
                 dirección al camino de entrada, cuando me pareció ver fugazmente el brillo de
                 una luz. Fue sólo un segundo, pero suficiente para que renaciera la esperanza de
                 obtener algún resultado esa noche.
                        Imaginé que la Sala debía  quedar bastante lejos, razón por la cual no
                 llegaba luz hasta el portón, interceptada, quizás, por árboles u otros obstáculos.
                 No lo pensé más y trepé por la malla contigua al portón. Salvo el contratiempo de
                 que una porción de mi saco “Safari” quedó en los alambres de púas, que
                 coronaban el bastidor de malla, pude ingresar sin problemas. Unos segundos
                 después, me desplazaba tranquilamente por el camino interior, siguiendo con la
                 linterna las marcadas huellas de vehículo que ostentaba el mismo. Llevaba
                 caminados unos cien metros, cuando la senda dobló bruscamente a la  derecha y
                 se internó entre un grupo de frondosos árboles. No bien tomé esta curva, avisté a
                 unos treinta o cuarenta metros una casa de tipo alpino, de dos plantas, con techo
                 de tejas media caña cuyo color contrastaba con el blanco de las paredes y las
                 negras rejas de ventanas y balcones. Contra la oscuridad de la noche se
                 recostaba fantasmalmente sin que, al parecer, hubiera luces encendidas.
                        Esta visión y el silencio sólo roto por el zumbido de los  coyuyos,
                 contribuyeron a desmoralizarme. Me detuve un instante y contemplé la inmensa
                 mole de la casa, apantallada por las  ramas de unos sauces gigantes que se
                 hamacaban al compás de una suave brisa. Tuve inexplicables deseos de echar a
                 correr y abandonar ese escenario irreal, pero me repuse enseguida y avancé a
                 grandes pasos con la intención de llamar a la puerta para requerir la presencia de
                 tío Kurt o Cerino Sanguedolce.
                        Fue entonces que lo escuché.
                        Estaba a pocos metros de la casa  cuando sentí venir de mis espaldas,
                 hacia la derecha, un sonido conocido... Era un quejido agudo. Un lamento muy
                 especial que sólo pueden reconocer de inmediato quienes hayan tenido
                 experiencia en la cría de perros. Pues ese quejido es la expresión del deseo de
                 atacar que manifiesta el perro, cuando el amo le impide hacerlo.
                        Yo recordaba que Mamá había traído un pequeño gato a la finca y, para
                 evitar que Canuto lo atacara, decidió hacérselo oler mientras lo retaba con fuertes
                 voces y le prohibía tocarlo. Entonces  Canuto temblaba, debatiéndose entre el
                 instinto de matar y la obediencia que debía a sus amos, y lanzaba unos quejidos
                 engañosos que no expresaban dolor sino el deseo contenido de atacar.
                        Este tipo de quejido era el que había sonado a mis espaldas.


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